¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme…” (inicio de “Rayuela”). La Maga existió realmente; se llamaba Edith Aron y había nacido en un pueblito de Alemania en la frontera con Francia. De pequeña, emigró a la Argentina, donde pasó su adolescencia. De regreso a Europa, en 1950, en el barco, junto a un piano que amasijaba tangos, se le acercó Julio Cortázar. Ella tenía 23 años y fumaba Gitannes. Amaron. Unos encuentros casuales en París dieron inicio a un mundo nuevo. Julio quizá lo intuiría, pero ella no. Amaron. Luego la cotidianeidad minimizó el efluvio mágico.

Cuando lo perdí me di cuenta de que lo amaba, dijo, resignada, Edith. 

Ser la Maga significaba disfrutar de los placeres efímeros, vibrar con la música sin saber descifrar sus notas, ser libre e imprecisa, bailar la vida sin ataduras, soñar en alto y llamar gritando a la locura. No tener miedo a lo que venga, ser valiente y, quizá, irresponsable”. La otra musa, Alejandra Pizarnik, le dijo en la cara a Julio –con el amparo del amor y la poesía que los unía– “La Maga soy yo”… 

Los que transitamos, en Jujuy, por las estanterías de don Farjat, de Tita Rivas o de Colche, los que forrábamos las tapas de los libros durante la dictadura, los que siempre anduvimos buscando a La Maga, los “en-groppados” jujeños, los “en-galanados”, los que venimos de Tarja y El Duende, no necesitamos perderla para saber que la amamos, ¡y que nos empecinamos en no aceptar su muerte!, en honor a Andrés, Héctor, Carmela, Libertad, Domingo, Ernesto… y a tantos otros que fueron haciendo con la literatura –tal vez– la primordial esencia jujeña (luego del “ser belgraniano”, por supuesto).

 

Dejar morir a La Maga nos costará más que a Edith, porque aquella pérdida fue causa de su misma ingenuidad. En cambio nosotros, lectores conscientes y comprometidos, amadores a destajo, en nombre de la poesía, no lo podemos permitir.

 

Mayo de 2016

Mes en que cerró la librería “La Maga”

En calle Senador Pérez