Ella prefirió ocultarlo, era más sensato que trabajara para evitar el derrame, eso pensaba mientras cortaba los puntos de conexión en la cabina telepática.
Podía desde allí mirar el Mekong como una serpentina plateada que se desliza a contra luz; y pensar que tal vez el río le suministrara esas palabras que no pudieron decirse cuando él partió.
Se acordó de Sísifo, pero no pudo succionarlo a Camus para que le explicara ese deslumbrante mito; aunque llevar una piedra hasta la cima de la montaña, en Yala, le parecía imposible. Era deslumbrante soñar con el ruido del Mekong. Imaginar que él arrojaría la piedra en el instante en que el gatillo de la cámara le permitiera abrir el obturador. Claro, no era sencillo que se confabulara también el pájaro rojo de la tarde y el árbol negro sin hojas del invierno en ese mágico instante. Pero así son los cuentos que ella pensaba escribirle de pura ficción o de puro pensamiento.
Él lo entendería, porque algunas palabras resultaban innecesarias a la vista de sus rostros. Ahora no estaba ahí. No estaba?
Los silencios edifican secuencias visuales, segmentadas en la fragancia de los cuerpos que alguna vez lamieron, el olor de verse, diría ella, envolviéndolo para que se transporte, justo en el momento en que la noche encontró el sitio donde la luna despejó su ausencia.
Del otro lado, él lo entendió así, y no hizo falta decírselo.