Las veredas de laja roja canteada invitan a los pasos.
Estar en la casa de mi abuelo Manuel significaba tener el alma expandida por el verde.
Mirar los farolitos de la fucsia rosada y violeta y los colibríes libando era mágico.
Tomada de la mano de mi abuelo salía a la calle Güemes bajando los dos escalones hacia la vereda y caminábamos veinte metros hacia Lavalle.
Y luego sin bajarnos de la vereda enfilábamos hacia Belgrano.
El corazón se aceleraba mientras saltaba de laja en laja sin pisar raya pasando por la vereda de los Cognetta, el Dr. Alvarado, el consultorio del Foco Miranda, la casa de los Galli.
Cruzábamos Alvear y siempre por la misma vereda llegábamos a Belgrano.
En la esquina del frente la Iglesia San Francisco, donde el cura gordo sacaba los tachos de comida a medio día y regalaba mini medallitas, que guardaba en el bolsillo de la sotana, a los chicos.
Dábamos vuelta la esquina y ya en Belgrano el sol parecía ser mas amarillo y brillante, tal vez por reflejarse en tanto vidrio que mostraba ropas, zapatos, golosinas, helados, el Pingüino, Marciani, la Royal, la pizzería del Nani, la Fama, la Flor...
Siempre me llamo la atención el anillo de oro con un diamante que mi abuelo portaba en el dedo anular de la mano derecha, mano de sus dedos finos de uñas cortas y prolijas.
Pasábamos por el Club Social y el sótano permitía que mi imaginación volara y lo vistiera de fiesta, lo llenara de monstruos, lo vistiera de carnaval o de muerte.
¡Aparecía la librería que amaba! Oieni y Alba, con don Alba de traje sentado al fondo en su escritorio, ¡y todas esas cosas que parecían tesoros a mis ojos! y que seguramente llevaría más tarde cuando volviera con mi padre.
Y por fin llegábamos al destino, la Confitería El Cabildo, era de los Higa, los dos chinos que eran japoneses, que habían venido huyendo de la guerra.
Soki, medico en Japón, era el mejor amigo de mi abuelo, y en la confitería yo era una princesa.
El mozo de blanco con la servilleta colgando del antebrazo preguntaba sonriendo, ¿que tomará la princesa? Y mi abuelo respondía "te, sandwichs de miga y bombas de crema".
El perfume a vainilla, chocolate, café expreso, medialunas recién horneadas me preparaba para el festín y me inundaba el alma.
El acueducto
Los chicos salieron a andar en bicicleta como todas las siestas.
A esa hora no circulaban tantos autos porque los jujeños duermen la siesta.
Podían aprovechar entonces de usar la ruta para hacer tirones más largos.
Iban cantando a voz en cuello: muchacha ojos de papel, adonde vas quédate hasta el alba…muchacha piel de rayón…
Buen gusto tenían! ¡Estudiaban guitarra con un buen profe!
Decidieron probar las piernas hasta Yala, pasaron como un rayo y dejaron de cantar, porque, aunque eran muy jóvenes el aire no daba para las dos cosas.
Alegres gorriones en bicis parecían volar por el pavimento.
¡¡Llegaron a Yala y se fueron a meter los pies al arroyo que como todo el mundo sabe es helado, aunque sea verano porque es de deshielo!!
¡¡Las bicis tiradas en el pasto, ellos con los pies en el arroyo!! Si eso no era la felicidad ¿la felicidad donde estaba?
Tomaron el agua que llevaban en las caramañolas de aluminio que usaban en el CAN (Club Amigos de la Naturaleza) en el Colegio Nacional N° 1.
Hablando pavadas se pasó el tiempo.
Cuando se dieron cuenta después del campeonato de piedritas chatas que navegaban en al arroyo por segundos y del otro campeonato de quien arrojaba la piedra más lejos y hacía las ondas concéntricas más grandes se percataron que el sol se estaba por esconder.
Se pusieron las medias y las zapatillas flecha y montados en sus bicis volvieron a la ciudad a todo lo que da.
Parte de la ruta corre paralela al acueducto y en parte es muy cercana a él.
Escucharon unos golpes dentro del acueducto.
Los más cobardes dijeron ¡rajemos! Y pedalearon como silos persiguiera el mismísimo diablo.
Roberto se quedó.
Se acercó al acueducto siguiendo el ruido que escuchaba y se dio con que había un agujero del tamaño de una mandarina.
Con una piedra agrandó un poquito el agujero y con la linterna del CAN que estaba siempre en la bici alumbro adentro.
Antes de eso los chicos opinaban.
Al escuchar los ruidos iban haciendo conjeturas.
Debe ser un perro que se cayó al agua y se lo está llevando dijo Rolo.
Cállate, no sea boludo, no digás eso, sabes que todo lo que le pasa a un perro a mi me duele dijo Cachito y se le llenaron los ojos de lágrimas pensando en el pobre perro atrapado en la corriente.
No ves que son una porquería Jetón le dijo Roberto, te gusta molestar a los demás.
Cachito se fue sollozando haciendo su mayor esfuerzo y se alejó.
El jetón dijo, bueno a lo mejor es un cocodrilo que era una mascota y lo tiraron por el inodoro cuando creció.
Nooo, cállate, Dejá de decir bolazos, donde has visto vos un cocodrilo aquí, es América. ¡Argentina, no África! ¡Bocón y además bruto! Le dijo Roberto.
Bueno, sabes que, ¡quédate solo y ojalá el bicho que está ahí adentro te coma! Chau dijo el Jetón y desapareció.
Por el agujerito agrandado un poco, y con la linterna miraba no escuchaba ruidos y no veía nada.
De pronto empezó a escuchar que a lo lejos algo golpeaba en las paredes del acueducto entonces siguió alumbrando y vio pasar una mujer, la cara desfigurada, a los golpes por el acueducto, y por atrás otra y luego un hombre.
Se cayó sentado, se descompuso, vomitó agarrado del acueducto.
Se subió a la bici y no supo cómo llegó a su casa.
¡¡¡Papá, papá hay gente muerta en el acueducto!!!
¿Qué decís Roberto? ¿Como?
¡Si papá hay gente muerta que pasa por el acueducto!
Vení subite al auto y vamos a ver! ¡vas a ver que no hay nada! Dijo el padre.
El tiempo que tardaron en llegar al lugar donde estaba el agujerito le pareció eterno.
¿Adónde es? ¡decime hijo!
¡¡¡¡Aquí papá, aquí!!!!
Se sentían los ruidos, fuertes, como de piedras golpeando un caño y el ruido salía por el agujero.
El padre tomó la linterna y alumbro hacia dentro del acueducto, quedó petrificado, se puso pálido.
¡¡Déjame ver papá, déjame ver!!
El padre lo apartó con fuerza.
¡No hijo, ya está! Ya vi lo que ni vos ni yo tendríamos que haber visto.
Lo que nadie debería ver.
Y empezó a llorar.
Se tapó la cara con las manos y se sentó en una piedra grande que estaba al costado del acueducto.
Los golpes seguían, a veces más fuertes, a veces más débiles.
Vamos Roberto, vamos a casa.
El camino de vuelta fue en silencio.
El padre no dejaba de llorar y Roberto ya estaba preocupado por él, nunca lo había visto llorar.
La madre y la hermana estaban paradas en la puerta con el rostro compungido.
¿Adónde fueron? ¿Por qué demoraron tanto? ¿Qué pasa Vicente? ¿Qué pasó?
¡¡¡Vamos adentro!!! ¡¡Tenemos que hablar en familia!!
Tuvieron una larga charla después de la cual cada uno de los hijos se fue a su habitación y de afuera se escuchaba el llanto.
Los padres quedaron sentados, tomados de la mano en el sillón grande, en silencio.
Corría el año 1977 en Argentina.