Cada vez que la niña tenía un acceso de tos convulsa, la madre la tomaba da los brazos por detrás y la sostenía, parecía que se le iba a partir el pecho.
Las otras madres cubrían a sus hijos con frazadas, abrigos o lo que tuvieran a mano.
A mí me dolía con solo ver el esfuerzo que hacía para toser.
El sótano era amplio, frio, todo de cemento alisado, piso, paredes, techo, todo gris cemento.
Había zonas bien iluminadas y otras no tanto, la luz natural solo se colaba por unos miserables ventiluces al ras de la vereda.
Estaban abiertos porque el sótano albergaba a muchos niños y sus madres.
Los hombres habían sido reclutados compulsivamente. Todos ellos portaban fusiles ametralladora y los que nunca habían usado un arma, pistolas reglamentarias del ejército.
Al caer la noche llegaron otras mujeres con más frazadas y cubrecamas que repartieron entre los presentes.
Había un baño que estaba todo el tiempo ocupado y por cierto ¡sucio!
En tazas de desayuno les sirvieron un caldo espeso, que se sentía delicioso por lo caliente y por ser la única comida de ese día.
Afuera se escuchaban disparos, corridas, aviones que pasaban rasantes y bombas que explotaban a distintas distancias.
Las mujeres lloraban, los chicos, algunos identificados con sus madres también lloraban, otros sufrían en silencio, yo jugaba cambiando de ropa y de sombrero a mi querida Lili ( Lili muñeca de ensueño, oh Lili, oh Lili ailo).
La nena tosía.
Habíamos iniciado el viaje en tren hacía varios días, y hasta ese momento fue divertido. Paradas en estaciones, compra de canastitas con plumas de colores, animalitos de vidrio, también de colores.
Luego llegamos a ese lugar y los soldados nos bajaron a todos del tren, apuntándonos con sus armas, nerviosos.
Muchos quedaron en la calle sin saber que hacer, el encargado del coche comedor casi nos arrastró hacia ese Hotel, que era de un amigo suyo, y le rogó por alojamiento.
Más tarde empezó el bombardeo y el dueño del Hotel condujo a todos los niños y mujeres a ese sótano.
Tres días de dormir en el suelo, tres días de comer caldo espeso en tazas de desayuno.
Yo era una de las niñas, por suerte no la de la tos convulsa.
Al cuarto día pudimos salir, lo primero que hice fue bañarme y cambiarme de ropa, y tomar un desayuno como debe ser un desayuno.
Mas tarde tomamos de nuevo el tren y partimos al destino inicial. Hicimos todo el viaje en el coche comedor al cuidado del amigo de mi padre. Y comí la deliciosa sopa de “ferrocarrilero” que servían en el coche comedor.
La estación estaba toda agujerada por las balas de cañonazos y parte de los edificios derruidos por el ataque de la aviación.
La visión de esa estación era patética, horrorosa, deprimente.
Con lágrimas en los ojos nuestros familiares, que estaban en la estación esperando, nos abrazaban más fuerte que de costumbre y agradecían a Dios que hubiésemos llegado sanos y salvos.
Después nos tocó buscar a un primo que era soldado.
Fue otro peregrinar espantoso, sobre todo porque no figuraba en la lista de vivos, ni en la lista de muertos.
Apareció corriendo ante el llamado de sus camaradas. Con la cara cubierta de lágrimas y las manos escondidas, en la espalda, todavía le sangraban después de haber cavado con ellas el pozo de zorro que le permitió estar vivo.
El militar que mandó a buscarlo era un hombre pequeño, con cara de ratón, moreno, de ojos fulgurantes y voz que intimidaba, todos corrían desesperados cuando daba una orden. Para conseguir que buscaran a mi primo, mi madre lo interceptó ante el espanto de mi padre. Cuando nos vio abrazando al soldado se acercó a saludar, y esbozó una mueca que quiso ser sonrisa. Yo me quedé contando las estrellitas que reflejaban el sol de la mañana, en realidad botones dorados, de su uniforme.
La ciudad también había sido bombardeada,
El panorama general era desolador.
Desolador también fue el arribo al regreso, cuando nos enteramos que mi padre había pasado a la categoría de desocupado. Yo no entendía mucho, pero sabía que algo muy malo había sucedido.
La zozobra se irguió como un monstruo enorme sobre la familia.
El Hotel quedaba en Dean Funes, la estación en Córdoba, el Militar era Rojas
Había ocurrido la Revolución Libertadora, la Fusiladora dirían otros.
Corría el año 1955, en Argentina.