El cielo de San Salvador tiene unos colores únicos. Se respira con dificultad por la altura, y cuesta caminar bajo el sol. Una va buscando las veredas con sombra. Estar cerca del cielo es de una belleza extrema, pero el paso aminora en algunas horas.
Tanto añoramos el mar y no nos damos cuenta de que está invertido: basta alzar la mirada y darse cuenta.
El miedo a recibir una maldición o un conjuro no le permite disfrutar de la vida. Vive mirando quién viene detrás suyo, escucha pasos y su corazón se altera.
La ciudad se le hace enorme y extraña. No se detiene en la arquitectura histórica. No contempla ni observa. Tampoco sabe que esos ojos la siguen por donde vaya, desde la quietud de su morada de piedra. No sabe que alguna vez se convertirá, como ella, en una figura imposible e impasible de desesperada piedra.
Este río nos abraza y arrasa, este Xibi-Xibi, cuyo nombre fue prohibido en una época oscura y cambiado por el coloquial "Chico", en comparación con su hermano mayor, el "Grande".
Estas aguas que nos nombran y, que quien visita Jujuy y las prueba, se ve obligado a volver.
Este Xibi-Xibi tan inasible y feliz, testigo de la Historia y guardián de la memoria, le hace honor a su nombre aimara que significa porción de tierra, pronunciada y en punta, que se forma entre dos aguas.
En esta porción de tierra entre las aguas de los ríos, caminamos, poetas buscando la palabra que nos nombre o eternice.
San Salvador de Jujuy es pequeño como una nuez y grande como un sueño.
Mientras camino por la calle principal, la Belgrano, miro y pienso. Todos los días camino las mismas siete cuadras. Siete cuadras y miles de personas. Caminan con lentitud, como lo hago yo. Seguimos un ritmo que honra a Carl Honoré y su elogio de la lentitud. Una mujer me pide “permiso" para adelantarse. La vereda es angosta y no hay espacio para dos personas. Miro el suelo de tierra y mis zapatos ya están sucios.
En el semáforo, espero a que el hombrecito blanco se ponga en movimiento, mientras dos mujeres y tres hombres cruzan medio corriendo.
Todos los bancos de la plaza están ocupados, así que no me detendré a oler las magnolias. El aroma de los pochoclos siempre me devuelve a la infancia y es el único que saborearé esta mañana.
Veo a un hombre como de cincuenta años, rubio natural, que baja de un taxi con una mochila y cruza la calle corriendo. Una pareja de ciegos canta con micrófono y tienen una caja de “donaciones" que pende de sus cuellos. Una estatua viviente que, a no ser por su cartel de identificación, nunca hubiera reconocido como “la mujer primavera". Un soldado dorado permanece quieto hasta que alguien haga sonar su caja con algún billete. Nostalgia de las monedas que ya no sirven para comprar nada, ni siquiera el movimiento de una estatua viviente.
Llama mi atención un joven alto. Es mi sobrino. Está con mi prima a la que no vi. Nos saludamos un instante y sigue mi recorrido cotidiano (y extraordinario). Un hombre vende (y grita) barbijos 7x100. Me tropiezo con una medialuna metálica en el piso y me prometo, una vez más, que mañana la esquivaré. Hoy no está ni la carpa de Hemoterapia ni los bailarines.
Un joven le explica a una mujer que el libro (que ofrece en la vereda) no solo es para colorear, sino que enseña a dibujar las letras. Señala las líneas dentro de las letras y lee: “a”, de “árbol" y un dibujo de un árbol. Recuerdo cuando aprendí sobre el signo lingüístico de Saussure y sus arbitrariedades. ¿Sabrá el joven de la existencia del padre de la Lingüística?
No me detengo a verificar si la mujer se convence de los argumentos para comprar el librito.
Miro algunas vidrieras y me asombra el precio de algunas cosas. En una panadería anuncian una variedad nueva de galletitas. “¿Cuándo fue la última vez que hice galletitas?”.
En las mesas de afuera de las confiterías, aturden risotadas y voces masculinas. Un brazo se acerca a mí y alguien dice algo que no entiendo. Identifico varias caras conocidas. Busco un rinconcito para escuchar un audio. Busco los auriculares en la cartera. Están demasiado enredados, los desenredo a medias y escucho. Respondo. Alguien toca bocina. Saludo en automático.
Entro a una confitería y pido “lo de siempre”. Un hombre nota las manos frías de la moza y le dice que “termine bien el día". En una de las mesas, un grupo de cuarentañeros corea las canciones del altavoz. Parecen felices. Es martes a mediodía y organizan la salida del fin de semana. Una mujer en sus 30 hace sonar sus tacos y su voz que se diluye con la de los hombres. No puedo evitar pensar en las mujeres sometidas por el régimen talibán. Uno de los hombres se sirve soda de la barra, es como si estuviera en su casa.
San Salvador de Jujuy, sueño o cáscara de nuez, es estar en casa.