MENGO. —Juntad al pueblo a una voz;
Que todos están conformes
En que los tiranos mueran.
ESTEBAN. —Tomad espadas, lanzones,
Ballestas, chuzos y palos…
L. DE VEGA, Fuente Ovejuna.
…Después años y años
Que tus resortes tiemblen,
Y que lentas y dulces
Tus campanadas suenen.
S. Y J. ÁLVAREZ QUINTERO, El reloj.
La revolución cuya crónica me propongo hacer, estalló en Jujuy en el año 18…
La relato tal como me fue narrada, sin omitir ni añadir detalle. Sólo he cambiado, por
razones obvias, el nombre de sus protagonistas. Así, pues, don Arístides Agudo, don
Cleto y don Agatón Manso, son personajes de fantasía. No será culpa ni indiscreción
mía si el lector los encuentra, los conoce y alterna con ellos en el mundo. Si tal ocurriere,
lo que no dejaría de halagar mi vanidad, ese hecho probaría que el retrato es
fiel y el modelo vivo, real y existente. Hchas estas salvedades, pasemos a los hechos.
Era don Arístides Agudo, hombre inquieto y avispado que inspiraba muy pocas
simpatías a sus coterráneos. Tildábaselo de díscolo, irreligioso y embrollón, amén de
espíritu dado a fantasías y novedades. Saludaba con avinagrado gesto al señor cura,
y no faltaba quien asegurase que se deleitaba leyendo a Voltaire y hasta las páginas
escandalosas de “El Baroncito de Fábulas”. Estos y otros defectillos, que sin duda los
tenía, fueron causa de que cuando sus parientes propiciaran su candidatura a gobernador
de la Provincia, se concentrara un partido de oposición como hasta entonces jamás
se había visto ni oído.
Contribuyó a la malquerencia que los jujeños sentían por Agudo una controversia que por
entonces exaltaba los ánimos más tranquilos y sosegados. Era la referente a las famosas acequias
que cruzaban las calles. Los médicos les habían declarado la guerra alegando que eran foco de
malarias y tifoideas. Los vecinos, por distintas razones, las defendían: no debían ser tan malas las
acequias, alegaban algunos, cuando la gente en Jujuy se moría de vieja o de aburrida, y no de tifus
o de chucho; otros, de espíritu más delicado y poético, argumentaban con lo deleitoso que resultaba su
murmullo, sobre todo en la paz de la noche. En fin: todos tenían algo que aducir en su
favor. Agudo, sin dar razones, se puso de parte de los médicos.
De haberse realizado elecciones libres, su derrota hubiera sido segura. Pero
sabido es que en nuestra peculiar democracia el pueblo no elige sus gobernantes. Los
presidentes designan a su sucesor por un procedimiento que se ha llamado de “la
media palabra”, y los gobernadores hacen lo mismo… cuando se los permite el poder
central. En el caso de Agudo, se hizo saber “desde abajo”, es decir, desde Buenos
Aires, en donde el candidato impopular tenía amigos y a nadie se le importaba un comino de las acequias, que don Arístides sería el gobernador, pues, en caso contrario,
se decretaría la intervención a fin de salvar la autonomía de la provincia y asegurar la
libertad de sufragio. Esto, y un batallón de línea que se hizo avanzar desde Tucumán,
terminaron con toda veleidad de resistencia, y Agudo ocupó la primera magistratura
de la provincia.
Ya gobernador, decidió dar largas al asunto de las acequias y conquistar la buena voluntad de
su pueblo mediante una política blanda y suave. Agudo, que no era tonto, comprendía que el
gobierno menos resistido es el que menos gobierna. Cuando se obra, se lastiman intereses, se
alarman prejuicios, se provocan enemistades y enconos.
La inercia es una fuerza casi invencible, y la rutina, aparte de que permite recostarse
en la autoridad venerable del precedente, crea un delicioso sentimiento de irresponsabilidad. ¡Desdichado del gobernante que olvida verdades tan universales y sencillas!
La designación de Ministro General de Gobierno suscitaba el primer problema,
y nuestro gran estadista juzgó que de su solución dependía en mucha parte la tranquilidad
a que aspiraba. Es indispensable —se dijo— llevar a ese cargo a un hombre que
no provoque desconfianzas ni cause inquietudes. Debe ser partidario furibundo de las
acequias; de aspecto tranquilo, serio y compuesto, y es esencial, además, que carezca
en absoluto de inteligencia, porque es cosa nunca vista ni oída un ministro inteligente,
y no seré yo quien vaya contra tradición tan sabia, ni pretenda modificar los usos inveterados del país.
Un ministro con ideas quiere gobernar por su cuenta, opinar sobre le que no se le pregunta, y
meterse en lo que no le importa. Por haberlo olvidado, el gran Napoleón fue derribado por sus
únicos ministros capaces: Talleyrand y Fouché. Pero yo no he nacido ayer para incurrir en
tamaña simpleza: el ministro ideal sería un sello de goma que pudiera estampar debajo de mis
decretos; pero temo que algún leguleyo opositor, de esos que nunca falta, tache tan sensato
procedimiento de inconstitucional.
Buscaré, pues, algo que se aproxime a tan bella quimera. Y para un hombre de mi cale-
tre y meollo, eso no es cosa del otro jueves: basta explotar el amor al sueldo y el apego
a la posición a que son tan propensos nuestros políticos para conseguir el hombre de
mis sueños…
Después de mucho cavilar, designó para tan alto cargo a don Cleto Manso, un
amigo de infancia.
Era el hombre para el puesto: obeso, cabezudo, lento y pausado. Una barba
de patriarca le cubría el pecho; vestía negros y tétricos levitones, y los calzones más
holgados de que hubiera memoria en la provincia. Miope desde la juventud, se había
olvidado de leer, lo que constituye una innegable ventaja para quien debe actuar en
las democracias, por esencia enemigas de la cultura. En la tersura de su frente, se adivinaba
que jamás había cruzado por su cerebro la sombra turbadora de una idea, pero
como casi nunca hablaba, se le atribuían pensamientos serios y profundos. Se recordaba
con admiración que una vez había dicho: “gobernar es poblar”, y otra: “el país
necesita buenos ciudadanos”; frases breves, lapidarias, como las de Tácito, saturadas
de seso y cordura, y al mismo tiempo simples y sencillas, hechas como de encargo
para conmover el alma y grabarse en la memoria de las muchedumbres. Pero —ya lo
veremos— no siempre las apariencias concuerdan con la realidad.
El nombramiento, como lo había previsto don Arístides, causó excelente
impresión.
—No empezamos mal —dijo el barbero.
—Cleto es hombre de orden; no permitirá que se toquen las acequias —afirmó
el boticario.
—Viviremos como hasta ahora, en paz… ¡Loado sea Dios! —suspiró el señor cura.
Los hechos confirmaron tan optimistas pronósticos. La acción del gobierno se
desarrolló de acuerdo a las tradiciones más respetadas y a los principios más indiscutidos
y sanos: gobernador y ministro distribuyeron los cargos públicos rentados entre
sus parientes legítimos, naturales, por afinidad, ascendentes, descendentes y colaterales.
Como resultara que existían más burros que pesebres se crearon nuevas reparticiones que,
claro está, “hacían indispensables el progreso y nuevas necesidades de la
provincia”. El aplauso fue unánime. ¡Eso se llamaba respetar las tradiciones! ¡Nada de
innovaciones peligrosas! ¡Orden, economía, desinterés, es el lema de mi gobierno! —
exclamó Agudo al leer su primer mensaje en la Legislatura, la cual lo aclamó y declaró
benemérito de la patria.
De haber persistido en conducta tan sensata, don Arístides hubiera terminado
en santa paz su gobierno; sus agradecidos parientes y conciudadanos lo hubieran
enviado al Senado de la Nación, sueño dorado de todo gobernador que se estima, y la
posteridad lo hubiera contado entre los más preclaros hijos de Jujuy. Pero el hombre
no podía con su genio. Tenía en la sangre el amor a las novedades, que él llamaba
progreso, y constantemente revolvía en su magín los proyectos más temerarios. Unas
veces pretendía dotar a la ciudad de alumbrado a kerosene; otras, empedrar las calles,
con grave peligro de las acequias. En cierta ocasión, llegó hasta imaginar comprar
botines a los agentes de policía que usaban ojotas desde los tiempos del Rey, único
calzado con el que les era posible mantenerse en un equilibrio más o menos estable.
Mientras desarrollaba estos planes quiméricos, Agudo no paraba un minuto.
Se paseaba por el despacho, gesticulaba, tropezaba con las sillas, revolvía bártulos y
papelotes. Don Cleto, enemigo declarado del movimiento, exclamaba:
—¡Sentáte, hombre! Me estás mareando… ¡Pareces una lagartija partida!
Después se dormía profundamente. Cuando despertaba, con frecuencia sacudido por
el nervioso Agudo, volvía al idealista a la tierra con una ducha de agua fría:
—¿Alumbrado? ¿Y para qué? Aquí, felizmente, nadie sale de noche. En cuanto
pongas luz, van a pulular los trasnochadores. La provincia necesita hombres que se
acuesten y se levanten temprano. Al que madruga, Dios le ayuda. ¿Pavimento? Te
olvidas que si cegamos las acequias nos exponemos a un motín. ¿Calzado para los
vigilantes? Aparte de que se llenarían de callos y se matarían a porrazos, van a vivir
constipados y expuestos a pescarse una pulmonía cada vez que se cambien de medias.
¡No los metas a lujos ni a melindres!
Y tornaba a dormirse. Cuando Agudo insistía, esgrimía sus grandes y decisivos
argumentos:
—No digas macanas, Arístides, no hay plata… Y no olvides que aún tenemos
algunos parientes que están sin acomodo… los pobres.
Pero, un buen día, las cosas hicieron crisis. Agudo anunció a su ministro que,
aunque el pueblo se sublevara, estaba decidido a colocar un reloj público en la torre
del Cabildo. Un franciscano genovés, lo había informado de que en Italia podían conseguirse
“tirados”, a unos dos mil pesos fuertes.
Don Cleto pensó entristecido que con tanto dinero podía crearse una pensioncilla para alguna
vieja de la familia. Allí estaba, como de molde, misía Petronila Quijarreta de Manso, nieta del
coronel Nepomuceno Quijarreta, que según era público
y notorio, había prestado eminentes servicios al país. ¿Quién ignoraba que, mientras
Jujuy había sido invadida ocho veces por los ejércitos realistas, el heroico don Nepomuceno,
sin pestañear había continuado tomando mate sin moverse de su casa? Sólo
en la vieja Esparta habíanse visto ejemplos de tanto menosprecio e impasibilidad ante
el peligro. ¿Y no tenían la provincia, y aún la nación, la obligación moral de mantener
semejante casta de héroes hasta la postrera generación?
Don Cleto, al hacer tan sabias reflexiones, personificaba un dogma, representaba un principio
intangible, encarnaba una doctrina que, como la de Drago, bien podría
calificarse de argentina: la de que la única misión razonable de un gobierno es nombrar
empleados, dar pensiones, y aumentar sueldos a medida que aumenta la renta. El país,
pletórico de vitalidad y pujanza, se cuida solo y progresa en relación inversa a lo que
sus gobiernos se preocupan de él. Vivimos en un edén, y nuestra única preocupación
seria es y debe ser la lluvia. Cuando llueve, brotan los trigales, engordan los ganados,
se levantan las trojes en la pampa ubérrima, fermenta el mosto en los lagares cuyanos,
los grandes trapiches del norte crujen ahítos de caña, las sirenas de las fábricas lanzan
al aire su grito triunfal. Y corren trenes y más trenes a los puertos a llenar el vientre de
los grandes trasatlánticos, que luego van a surcar los siete mares, y a distribuir la riqueza
argentina en todos los pueblos de la tierra. Lo sensato y lo prudente es, pues, que
nuestros aprovechados estadistas, permanezcan inmóviles, amodorrados como boas,
mientras digieren, ellos y su parentela, su hartazgo de dietas, sueldos, sobresueldos,
pensiones, jubilaciones, aranceles, viáticos, prebendas y sinecuras. Sólo así resultan
tolerables, inofensivos, y hasta necesarios y útiles.
Don Cleto que, aunque en otros términos, había expuesto estas mismas ideas,
concluyó:
—Lo demás es literatura, poesía lírica. ¡Un reloj público! ¿Para qué diablos
quiere el pueblo saber la hora? Yo tengo cerca de setenta años y jamás se me ha
ocurrido comprar un reloj. Para eso está el sol, y en los días nublados las gallinas que no se
equivocan jamás en la hora de dormir que, en definitiva, es la única que tiene importancia.
El reloj me parece un instrumento de uso impropio en pueblos democráticos.
Significa la tiranía de la hora, la disciplina intolerable del minuto, y en las verdaderas
democráticas, es esencial que cada uno haga lo que le baje la gana, cuándo, cómo, y a
la hora que se le antoje.
Pero don Arístides no cejó, y como no quería desprenderse de su ministro, buscó otros
argumentos; y como a su vez, don Cleto en todo pensaba menos en la locura
de renunciar, el acuerdo no fue muy dificultoso. Agudo explotó sagazmente un sentimiento
que sabía muy arraigado en el corazón de su ministro: el de su malquerencia a
Salta, la ciudad vecina, molesta como todo vecino.
Los salteños se enorgullecían de sus “tagaretes”, únicos en el mundo, de su palacio episcopal,
de sus casonas de dos pisos, y miraban por sobre el hombro a los pobretes
de la provincia limítrofe. Demás está decir que éstos les pagaban desdén con desdén, y
así habíase creado un ambiente tenso de recíproca desconfianza y mala voluntad.
—¡Lo que van a rabiar los salteños cuando sepan que tenemos un reloj público! —exclamaba
Su Excelencia, frotándose las manos—. ¡Abatiremos su luciferino orgullo a campanazo limpio!
El ministro, sonriente, asentía.
Temístocles y Catón hubieran experimentado la misma fruición si hubieran podido molestar a
Esparta o a Cartago repicándoles la hora cada quince minutos. Pero como en aquellos tiempos
no se había inventado el reloj, recurrieron a otros expedientes; lo que prueba que lo único que varía
en la historia es la decoración exterior, pues los sentimientos y las pasiones humanas se mantienen
idénticos en el espacio y el tiempo.
Después de una espera de meses, llegó de Italia, acondicionado en varios cajones de roble, un vistoso
reloj con cuatro esferas de fondo verdoso que marcaba, según rezaba la comunicación de la fábrica,
las horas, las medias y los cuartos con el alegre y melodioso campanilleo de sus carillones.
Su llegada fue anunciada al pueblo por medio de un volante en el que se lo citaba a concurrir a las doce
del día a la plaza principal, con el fin de que acompañara a San Pedrito a las autoridades civiles, clero y
milicias a recibir la máquina prodigiosa que llegaría en carreta por el histórico camino del Tucumán.
El gobierno daba cuenta, además, que “había tomado todas las providencias necesarias
para impedir que ciertos vecinos (que no había para qué nombrar) se apropiaron o detuvieran
ese instrumento de progreso y cultura que, sin duda, iba a ejercer benéfica influencia en las
costumbres populares, hermosear la ciudad y demostrar, ante propios y extraños, el celo y
patriotismo con que los hombres que la Providencia había puesto al frente de los destinos de la
provincia, trabajaban por su adelantamiento y bienestar.”
Antes de iniciar la marcha, se lanzaron bombas de estruendo en el centro de la plaza.
De la torre de la Iglesia Matriz, huyeron bandadas de palomas aterrorizadas que, en raudo vuelo,
dieron largas vueltas por el cielo. Los canes que por su curiosidad habían asistido a la reunión,
emprendieron una fuga ignominiosa con el rabo entre las piernas, y algunos cocheros, que se
encontraban algo alejados del sitio, aporrearon a sus jamelgos a fin de no perder detalle de los sucesos.
Agudo, blandiendo el bastón de mando y algo inclinada la cabeza bajo el peso de una inmensa galera
de felpa, se puso al frente de la columna; a su diestra, marchaba don Cleto, secándose a cada momento
la sudorosa frente; a su siniestra, el señor cura sonriente y beatífico; a la zaga, venían los diputados
de la Legislatura de dos en dos, un destacamento de policía, la guardia nacional; y, por fin, la plebe
endomingada y bullanguera.
Como a las horas, la columna, bastante empolvada, estaba de regreso en la plaza, esta vez precedida
por la carreta en que se traía el reloj, adornada con flámulas, grímpolas y gallardetes en los que lucían
los colores de la patria. Un nuevo bombardeo anunció que la ceremonia iba a comenzar. La murga policial
ejecutó el Himno Nacional y la marcha de San Lorenzo. El señor cura, revestida el alba sobrepelliz,
bendijo los cajones entre copiosas aspersiones de agua bendita y gallardas frases latinas.
Por fin, habló Su Excelencia.
Desgraciadamente el texto de esa arenga se ha perdido, pero los viejos del terruño la recordaban
con admiración. Parece que se trataba de una pieza sólida, impregnada de ideas progresistas y liberales,
pulida en la forma, adobada con latines, citas y evocaciones de la antigüedad clásica. Cuando aludió,
no sin gracejo e ironía, a ciertos vecinos —los beocios— a quienes haría cosquillas el reloj, el pueblo
lo aclamó delirante de entusiasmo. Una diana triunfal saludó, al concluir, la elocuente peroración,
y un nuevo bombardeo pirotécnico estremeció los ámbitos jujeños.
Al día siguiente se realizó una solemne función religiosa en la Iglesia Matriz; a continuación,
una fiesta en la escuela Belgrano: el Himno Nacional, “Nuestra Bandera”, engendro de un
vate lugareño que declamó la niña Elenita Agudo, sobrina de Su Excelencia; cuadro plástico
alusivo: el Tiempo, representado por un anciano con largas barbas de algodón, la ampolleta en
la siniestra mano y la guadaña en la diestra, contempla la danza de las Horas que giran en torno
entre nubes de gasa y muselina.
Más tarde, en la Tablada, palo jabonado, carrera de embolsados y juegos de sortija.
Por la noche, baile de gala en la casa de gobierno para la gente de copete, y castillos,
buscapiés, tracas y cohetes multicolores en la plaza para el populacho, al que también se
repartieron vestimentas y bucólica.
—“Panem et circensis”, como en la vieja Roma —decía Agudo complacido.
Fueron días felices para Jujuy, pero como no existe dicha completa en este mundo,
una pequeña nube empañó el cielo color de rosa. Un salteño presente en las fiestas,
se comportó en forma descomedida y reprochable. Cuando descendieron los cajones de
la carreta los miró en forma despectiva; en momentos en que hablaba el gobernador,
fingió un tremendo remezón de tos; y por fin, sin poder contenerse, se leoyó decir en alta voz:
—Estoy convencido, seguro, de qué si este reloj anda, andará mal. No sé si se atrasará o se
adelantará, pero no dará la hora exacta ni por casualidad…
¡Envidioso!
Un relojero suizo, que se mandó exprofesamente a traer de Tucumán, colocó las esferas en la torre,
reguló el mecanismo, cobró quinientos patacones, y se marchó.
Don Cleto, en representación del Poder Ejecutivo, asistió personalmente a todas esas operaciones
y fue iniciado en el secreto de dar cuerda a la máquina. Cuando cada ocho días, al caer la tarde,
se dirigía al Cabildo con el aire importante que cuadra a un hombre enterado de misterios inefables,
los vecinos se descubrían respetuosamente a su paso, y se decían al oído:
—¡Va dar cuerda al reloj!
Y el reloj andaba, incasablemente. Cada quince minutos, imperturbable, indiferente a las humanas
tristezas y alegrías, anunciaba con cristalino martilleo que un
cuarto de hora acababa de transponer, para retornar jamás, los umbrales de la eternidad.
¡Plán!.. ¡Plín!.. ¡Plín!
¡La una y media!
¡Plán!.. ¡Plín!.. ¡Plín!
¡Las dos y cuarto!
Y andaba, andaba con maravillosa exactitud; coincidía al segundo con todos los relojes
honrados del pueblo: con el de míster O’Donnell, farmacéutico irlandés, que poseía una máquina
comprada en Dublín y, por lo tanto, infalible; con el del doctor Bárcena, que no tenía derecho a
equivocarse porque servía para contar el pulso de los enfermos; hasta con las gallinas, según hacía
constar complacido don Cleto.
¡Plán!.. ¡Plán!.. ¡Plán!
Y las tres notas cristalinas revolotean jubilosas alrededor de la torre, se expanden por el valle
en ondas invisibles, trepan por las laderas de las colinas, se difunden por el cielo, y van a morir
en las cumbres del Chañi lejano o —¿quién sabe?— caminan, caminan a través del espacio infinito,
y despiertan a su paso un eco, un susurro, una suavísima melodía, que nadie escuchará jamás, en
mundos desconocidos.
El pueblo se enamoró del juguete. Nunca un gobierno fue más popular. Los campesinos, en
apiñadas cabalgatas, concurrían a la ciudad a admirar el portento. Los habitantes de la Puna
aguijaban sus arrias de burros y llamas a través de los altiplanos helados y las quebradas
interminables, ansiosos de llegar. Una vez en el pueblo, se sentaban en cuclillas frente al Cabildo,
observaban durante horas y horas la misteriosa marcha de las agujas, y escuchaban embobados el
vibrante tañido de los esquilones.
Don Arístides, engolosinado, saboreaba la gloria. En la alta noche, casi a diario, despertábanlo
las aclamaciones de alguna pandilla de calaveras que, bajo sus ventanas, prorrumpía en ruidosas
muestras de adhesión:
—¡Viva el gobernador Agudo!
—¡Viva el ministro Manso!
—¡Viva el reloj público!
—¡Muera Salta!
Su Excelencia, alisando las cobijas para volver a dormirse, murmuraba feliz:
—¡Y todavía hay simples que sostienen que los pueblos son indiferentes al progreso!
Transcurrían los meses en perfecta calma. Agudos y Mansos engullían sin sobresaltos el presupuesto. Cura, boticario y rapista declaraban que la conducta del gobierno conciliaba el espíritu de progreso y las ideas modernas con la moral y los buenos principios tradicionales. Los opositores, muy pocos, se veían obligados a callar, porque cualquier crítica o murmuración se hubiera interpretado como un ataque alreloj, sacrilegio castigado con la impopularidad.
Pero la paz es, por su propia naturaleza, transitoria y a poco andar, surgió entre gobernador y ministro un grave motivo de discordia: la elección de dos diputados al Congreso de la Nación. Don Arístides deseaba esas canongías para don Agustín Agudo, su hermano, y don Pantaleón Crespo, su cuñado. Ambos candidatos las merecían: el primero poseía varias estancias, muchas vacas, miles de pesos, y muy pocas ideas; el segundo era semianalfabeto, pero era entrometido y cínico, condiciones indispensables a un representante provinciano que aspira al éxito en Buenos Aires.
Don Cleto, por su parte, propiciaba las candidaturas de Don Agatón Manso, su hermano, y don Nemesio Cabezón, su cuñado. Poseía el primero más estancias, más vacas, más pesos, y menos ideas que el hermano del gobernador; el segundo, además de entrometido y cínico, carecía de espinazo, de modo que era el diputado ideal a un parlamento de mayorías borreguiles.
La disidencia no pasó, al principio, de disputas amistosas.
Pero, Cleto —argumentaba Agudo—; te he traído al ministerio; el Consejo de Educación, la Municipalidad, la Policía, la Justicia rebosan de Mansos. Es lógico yjusto que las diputaciones se den a los Agudos. ¿A quién si no es al gobernador corresponde elegir los representantes del pueblo?
—Pues al pueblo.
—¡Vamos, Cleto, no digas tonterías! El pueblo no existe, es una ficción jurídica, una abstracción legal inventada por esos palanganas de Buenos Aires que hicieron la Constitución. No discutes de buena fe: bien sabes a tus años que nada tiene que verla turbamulta en estas cosas. El que gobierna, manda, y todo lo demás son cuentos. Tampoco pretenderás que tu hermano y tu cuñado iban a ser elegidos por el pueblo.
¡Tienes unas ocurrencias!
Don Cleto insistía:
—Yo estoy con la Constitución.
—¿La Constitución? Estás, por lo que veo, con ganas de jaranear. ¿A quién se le ha ocurrido nunca tomarla en serio? Yo tengo entendido que se la importó de Norte América para dar una fachada decente al país y atraer la inmigración europea. Se presta, sin duda, a disertaciones académicas muy bonitas que toma a la chacota el mismo que las hace, si no es un tonto de capirote. Reconozco que está muy bien hecha, sin embargo, porque el más claro de sus artículos se presta a dos interpretaciones extremas y una ecléctica. Así, por lo pronto, nosotros, los hombres de gobierno, tenemos tres sendas para elegir. ¡Qué si vamos a las interpretaciones históricas, a las fuentes, a los antecedentes nacionales, a los comentadores, es para nunca acabar! ¡Hay que ser un porro para no saber encuadrar cualquier atrocidad dentro de la Constitución!
Don Cleto, en el fondo, pensaba lo mismo, pero más cazurro o menos sincero que su contrincante no lo decía y bajaba del empíreo constitucional a las realidades de la tierra, las únicas que de verdad le importaban.
—Mira, Arístides: si sacas bien tus cuentas y juzgas con ecuanimidad, no me negarás que en el Consejo de Educación, Municipalidad, Policía y Justicia, hay casi doble número de Agudos que de Mansos, y además los primeros ocupan los cargos más importantes. La elección de diputados que propongo no sería en realidad sino una justa compensación.
—Olvidas —respondía amoscado Su Excelencia- que soy el gobernador y que, en consecuencia, corresponde a los Agudos el primer término; lo contrario sería, además de absurdo, atentatorio al principio de jerarquía, base de toda sociedad bien organizada.
La intervención de los interesados envenenó los ánimos. Los candidatos se opusieron tenazmente a todo arreglo amistoso. Era demasiado cruento el sacrificio: diputaciones y senadurías atraen a los políticos de tierra adentro como la miel a las moscas. Significan la metamorfosis del aldeano anónimo en personaje de campanillas; la vida en Buenos Aires, la ciudad magnífica y tentadora; la dieta suculenta, y la vanidad satisfecha. Y todas esas gangas sin más trabajo que calentar con las posaderas una banca bien mullida, alternar con presidentes y ministros, y votar de estricto acuerdo a las instrucciones del ejecutivo. A veces, los más desenfadados y ladinos, se atreven a decir que “encontrándose el orador (alguna tarabilla del litoral) algo fatigado sería conveniente pasar a cuarto intermedio”, gesto audaz que el diarucho oficialista, allá en la provincia lejana, comenta, agranda, magnifica, acaba por convertir en “elocuente y hábil pieza parlamentaria digna de Avellaneda o de míster Pitt”. Cuando ocurre, y es lo más común, que el diputado es incurablemente mudo, propalan sus parientes y partidarios que “trabaja mucho en las comisiones y que en el seno de ellas su opinión es muy escuchada”. Pero eso es para la propaganda: la realidad es que el ilustre representante se ocupa en gestionar puestos nacionales y pensiones para la insaciable parentela y en divertirse libre de la vigilancia del cónyuge, que deja en la tierra cuidando a los chicos. ¡Ah, esos dulces remansos porteños, discretos y misteriosos, en donde sirenas blancas y perfumadas ofrecen en lenguas melodiosas y exóticas el reposo y el amor al fatigado estadista! ¡Y luego el retorno triunfal al terruño con el traje cortado a la última moda por el sastre metropolitano!
¡Y el placer de darse importancia ante los boquiabiertos correligionarios hablando de graves problemas de estado, y relatando anécdotas de campanudos personajes dela política nacional como los que se da a entender se mantiene íntima familiaridad!..
¿Cómo pedir a nadie que renuncie a tantas, tan grandes y tan nobles satisfacciones?
La abnegación humana tiene sus límites.
Los poderes espirituales, para impedir la ruptura inminente, realizaron un esfuerzo supremo. El señor cura propuso, lleno de buena fe y candor evangélicos, las siguientes transacciones: serían diputados un Agudo y un Manso, o un Agudo y un Cabezón, o un Manso y un Crespo, o un Cabezón y un Crespo. Pero la ambición es sorda al buen sentido, y la ecuanimidad no anida en el corazón de los ambiciosos. Don Arístides declaró sin rodeos que él tenía la sartén por el mango y que haría lo que se le diese la gana. Don Cleto, sin dar razones, rechazó todo acomodo con sonrisas despectivas. Para mayor desgracia, las polleras terciaron en el conflicto. Doña Santos, esposa del gobernador, afirmó que a ella nada le extrañaba de lo que ocurría, porque, como todo el mundo sabía, los Mansos no eran trigo limpio, pues tenían un tatarabuelo bastardo y mulatillo. (¡Ya se lo había ella recordado a Arístides, pero los hombres nunca hacen caso de lo que dicen sus mujeres!) Doña Remedios, mujer del ministro, tomó represalias propalando que doña Santos en su juventud había tenido amoríos de subido color con cierto coronel retirado. (¡Y había que ver los humos que se daba ahora!) Ambas tribus contaban, además, con sendas legiones de solteronas que, no bien husmearon la pólvora de las primeras escaramuzas, volaron alborozadas a tomar parte activa en la refriega. Agresivas viragos y beatas viperinas emprendieron una campaña de calumnias, escándalos, enredos y despellejamientos que pusieron como de perlas a los candidatos rivales, sus esposas, sus ascendientes más remotos y sus descendientes nacidos y por nacer. —¡Yo tengo la fuerza y he de hacer uso de ella si llega el caso! —vociferó don Arístides la última vez que se vio con su ministro. —Así será —respondió don Cleto—. ¡Veremos! Y se retiró tieso y silencioso.Bombas, bombas y más bombas como en la fecha gloriosa de la llegada del reloj. Una línea negruzca corta el cielo azul, de pronto se expande en una nubecilla, y segundos después llega a la tierra el fragor del estampido cuyos ecos se van alejando como el rumor de un enorme carro que fuera dando tumbos por los cerros. Aletean las palomas, huyen los canes, y corren los vecinos a averiguar lo ocurrido. La curiosidad pública no queda defraudada. Hay novedades de bulto: “El Norte”, diario oficialista, acaba de lanzar un boletín que pregona una turba de chiquillos a voz en cuello: —¡Boletín de “El Norte”! —¡Destitución del ministro Manso! —¡Declaraciones del señor gobernador! Se forman grupos y corrillos. —No creía que las cosas llegaran a tanto —dice el boticario. —Vamos a divertirnos balconeando —afirma, regocijado, el rapista. —Yo hice lo que pude para evitar la discordia —suspira el señor cura. El boletín pasa de mano en mano. En él se expresa que: “En defensa de las instituciones, la Constitución y las leyes; del buen nombre de Jujuy, del de la Patria y la América del Sur, el Excmo. Señor Gobernador de la Provincia, se ha visto obligado a tomar enérgicas medidas contra el Ministro General de Gobierno, quien, hollando los sagrados derechos del pueblo y escarneciendo los mandatos imperativos de la moral, ha pretendido convertir el gobierno en feudo personal y entronizar, no obstante el franco repudio de todos los buenos ciudadanos, el más crudo de los nepotismos, etc., etc.” Lo de siempre: los políticos criollos padecen de una increíble falta de imaginación, y de un mal gusto literario sólo comparable al de los pedagogos. El pueblo se encogió de hombros. Era un secreto a voces la causa de aquel repentino ataque de amor a las instituciones y a la moral. Y tanto le daba que fuesen diputados los Agudos y los Crespos que los Mansos y Cabezones. El día de las elecciones, el “soberano” sería arreado a los comicios por comisarios de policía y jueces de paz, se repartirían empanadas, se brindaría con chicha, y se darían puñaladas. Ningún peligro corrían las prácticas tradicionales de nuestra santa democracia. Don Arístides se consagró después a despojar a los Mansos de sus cargos y prebendas. La tarea resultó ímproba y complicada: el clan en desgracia tenía más cabezas que la Hidra de Lerna, troncos, ramas, hojas, raíces y raicecillas insospechadas. Cuando después de un diluvio de destituciones se creía la depuración (era el término oficial) terminada, se descubría algún Manso agazapado en alguna lejana comisaría de campaña o disimulado en alguna de las tantas oficinas que sólo existían a los efectos del sueldo; otras, el rastreo era más dificultoso aun, porque Mansos había que, con nombres falsos, figuraban como vigilantes. Hasta se descubrió a uno que, valiéndose de un seudónimo femenino, cobraba el sueldo correspondiente a un ama de cría en la sala de maternidad del hospital. El pueblo tampoco se conmovió, y don Arístides pudo creerse victorioso. Pero unos días después ocurrió algo inesperado: se paró el reloj público. Calló su alegre clamoreo y sus agujas permanecieron inmóviles, detenidas a las ocho menos cuarto. Grupos de ciudadanos malhumorados se formaban a comentar en voz baja el suceso. Los campesinos, al pasar, miraban desde sus jacas la torre silenciosa, y continuaban su camino amohinados, como un niño a quien se ha arrebatado un juguete. Los quebradeños y collas del altiplano, en cuclillas, esperaban en vano escuchar el tañido de las campanas. Nada decían; rumiaban impasibles su “acullico”, pero relámpagos de cólera salvaje iluminaban sus pupilas. A medida que el tiempo transcurría iban enardeciéndose los ánimos y cundiendo el espíritu de rebeldía. Por la noche gritos hostiles al gobernador partían de los arrabales, y una madrugada ante las puertas mismas de Su Excelencia, anónimos opositores, después de arrojar algunas piedras a las ventanas, estallaron en clamores subversivos: —¡Muera Agudo! —¡Viva don Cleto Manso! —¡Abajo la tiranía! La policía se vio obligada a custodiar la casa del gobernador. Miembro de la familia Agudo que salía a la calle, era seguido por una pandilla de pilletes que lo befaban, silbaban, y pedían a grito herido la vuelta de Manso. Los borrachos eliminaban su intoxicación alcohólica vomitando procacidades contra Agudo. “La Montaña”, el diario opositor, publicó artículos de virulencia tal que, una noche, agentes de policía disfrazados empastelaron la imprenta. Fueron y vinieron comunicaciones al Ministro del Interior: los opositores alegando que en Jujuy se habían suprimido todas las garantías y que el pueblo se encontraba convulsionado, por lo que se hacía imprescindible el envío de la intervención; el gobierno sosteniendo que la provincia era una sucursal del paraíso, y cuanto se decía en su contra, invención de algunos díscolos sin arraigo y huérfanos de todo calor popular. Una mañana las paredes de las casas en que vivía algún adepto al gobierno aparecieron marcadas con grandes cruces negras y letreros injuriosos. Flotaba en el ambiente, como suelen decir los historiadores solemnes, esa inquietud que precede y anuncia las grandes revoluciones. Don Arístides ordenó que se prendiera a don Cleto y se lo forzara, aunque para ello fuese necesario darle tormento, a poner en marcha el reloj o, por lo menos, a hacer entrega de las llaves. Pero Manso se había puesto en salvo: en la noche del día de su destitución huyó a Salta, en donde sabía que se encontraría a buen recaudo, pues nadie permitiría allí que se tocase un pelo al hombre que había silenciado al reloj que amenazaba oscurecer la gloria hasta entonces indisputada de los tagaretes y el palacio episcopal. Y así fue. Manso fue banqueteado, halagado, mimado y festejado por los salteños que lo proclamaron excepción única entre sus antipáticos vecinos de allende el río de Las Pavas. Se buscó al suizo relojero y a otros entendidos, pero estos declararon que sin las llaves nada podía hacerse. El gobernador tentó entonces la vía diplomática, y envió embajadores para que aplacaran con promesas a su resentido ex ministro. Cuando estos le manifestaron que Su Excelencia se encontraba dispuesto a que fueran elegidos diputados un Manso y un Cabezón, don Cleto respondió que él no hacía, ni jamás había hecho, cuestión de intereses personales, pues, gracias a Dios, su alma estaba libre de toda ambición mezquina; su disidencia con el gobernador obedecía a razones de principios, a modos de encarar el problema institucional de la provincia, y no a cuestiones secundarias de posiciones personales. Los diarios salteños le dedicaron extensos editoriales laudatorios en los que destacaba el desinterés y el patriotismo del ilustre proscripto. Mientras, éste decía a sus íntimos: —Si Arístides cree que le voy a entregar las llaves, está fresco. No las daré a nadie ni por un queso… ni para salvar el alma de mi mujer. Y en realidad no las abandonaba un minuto; colocábalas, mientras dormía, debajo de las almohadas; las contemplaba durante largas horas sonriendo feliz. A la menor alarma las ocultaba en la faltriquera y gruñía como un mastín cuando alguien se acerca a su hueso. Mientras tanto, en Jujuy, la innumerable tribu de los Mansos conspiraba. Don Agatón, hermano del ministro desterrado, se puso al frente de la oposición. Y como no había ni qué pensar en ganar elecciones, se decidió tentar un golpe de mano. Si éste triunfaba, era posible que el gobierno central se encogiera de hombros ante el hecho consumado; si fracasaba, no se estaría peor que antes. —¡El pueblo de la provincia —decía satisfecho don Agatón— me responde como un solo hombre! Era verdad: el heroico pueblo de Jujuy estaba dispuesto a derramar hasta la última gota de sangre en defensa de su reloj. ¿Y por qué sonreír? ¿No es sabido que la nariz de Cleopatra cambió los destinos del mundo? ¿No causó combates y hecatombes atroces? ¿Y habría persona sensata que se atraviese a sostener que es menos útil o importante un reloj público que las prominencias nasales de una gitana? El hombre es un animal belicoso, y cualquier pretexto le basta y le sobra para descalabrarse. Pero faltaban armas: sólo pudieron encontrarse algunas tercerolas del tiempo de Maricastaña y algunos trabucos herrumbrados con los que nadie se hubiera atrevido a hacer fuego por temor de que estallasen al primer disparo. Alguien insinuó que la familia Manso, la principal interesada en la revolución, podría facilitar los fondos necesarios para adquirirlas. Don Agatón se opuso: no eran necesarias; el gobierno no tenía más que una docena de fusiles de chispa que nadie había usado desde que el general Belgrano los dejó en el Cabildo después de Ayohuma; bastaban las armas blancas, los garrotes y las temibles hondas de los puneños para derrocar un gobierno impopular y malquerido; la familia Manso se había sacrificado ya bastante por la patria y las instituciones: ahí tenían a su desdichado hermano comiendo el pan amargo del destierro… Y no había tiempo que perder, pues siempre era posible una delación y en tal caso fracasaría el movimiento. Tras una breve discusión se fijó el día 12 de abril para dar comienzo a la danza. Clarea; el cielo se refresca, palidece, después se azula. Detrás del Sapla la aurora enciende sus rubíes. El viento otoñal deshilacha la neblina. La nieve de las cumbres se tiñe de un rosa suave. La noche se esconde en las hondonadas. Sombras cautelosas se escurren a lo largo del pueblo hacia la Tablada. Don Agatón, ceñida al talle una vieja espada, espera allí al frente de las huestes puneñas el momento de dar la orden de ataque. El barbero llega inquieto e informa al generalísimo que en el local de la policía se nota insólito movimiento. El gobierno algo sospecha. No debe, pues, perderse un minuto. Don Agatón quiere sacar la espada: tira, forcejea, vuelve a tirar, suda y trasuda en vano, la hoja parece soldada a la vaina; por fin se queda con la empuñadura en la mano. Sin desconcertarse la arroja lejos de sí y exclama: —¡No necesito de armas para derrocar al tirano! ¡Afrontaré las balas de sus esbirros con el pecho desnudo! —Y hace ademán de desabrocharse la levita. Sus mirmidones lo aclaman. —¡Adelante! La columna se pone en marcha en silencio; sólo se oye el recio taconeo de don Agatón y el sordo arrastrar de las ojotas de los puneños. Cuando llegan al pueblo, las calles están desiertas y el avance continúa sin tropiezo rumbo a la plaza. A medida que avanzan, la población se despierta. Se abren puertas y ventanas; los hombres aplauden, y desde algunos balcones arrojan flores las mujeres. El gobierno, según todas las apariencias, ha renunciado a defenderse, y la revolución va a reducirse a un desfile triunfal. Pero don Agatón, prudente estratega, desconfía: ese taimado de Agudo es muy capaz de haber preparado una trampa. Avanza cauteloso, estirando el pescuezo, mirando hacia todos lados con recelo y ordena no apresurarse a fin de estar prevenidos a cualquier evento. Los quebradeños eligen piedras de entre las diseminadas en la calle; los mulatos puebleros prueban con la uña el filo de los cuchillos; el barbero blande amenazador un garrote gigantesco. Ya están muy cerca de la plaza: cien metros más y todo ha concluido. Pero de pronto salen del Cabildo hasta unos quince hombres armados con fusiles. Bajo la dirección de Agudo, cuya alta y angulosa silueta es inconfundible, se alinean en la calle y comienzan a cargar las armas; después las cosas se ponen serias porque toman puntería. La falange revolucionaria se detiene, vacila, remolinea. Don Agatón, con disimulo, mira a su alrededor en busca de un escondrijo; pero las puertas se han cerrado en vista del giro que toman los sucesos, y al frente sólo tiene la calle desierta que lo separa de los enemigos prontos a hacer fuego. Entonces, a unos pasos de allí, advierte una carreta de bueyes detenida junto a la acera. Duda unos instantes, y después corre hacia ella con el propósito de guarecerse debajo. Pero la vaina de la espada le traba las piernas y cae de bruces. Los puneños lanzan alaridos salvajes y revolean sus hondas. Los bueyes huyen asustados, y el jefe heroico, cerrando los ojos, espera su destino tendido de barriga en el polvo de la calle. Silban los hondazos, crece la algazara, y una descarga de fusilería sacude el aire: los milicianos gubernistas han hecho fuego. Pero el estruendo los aterroriza, y el terrible culatazo que reciben de las armas sucias y viejas deja a más de uno con la clavícula molida. Y como tampoco quieren a Agudo, y en el fondo son partidarios de la revolución, se desbandan bajo una granizada de piedras. Don Agatón se pone de pie, se palpa, se sacude, y cuando se convence de que se encuentra vivo e ileso, pregunta: —¿Hay desgracias? No, no hay desgracias: los milicianos han errado sus tiros. Sólo uno de los bueyes de la carreta ha recibido un balazo en el pecho y agoniza a unos pasos de allí. —¡Su sangre generosa —dice don Agatón levantando un brazo en actitud tribunicia ha regado el árbol de la libertad! Los vencedores aplauden delirantes. Al día siguiente, don Cleto llega de Salta. El pueblo lo recibe en triunfo y lo aclama gobernador. Agudo parte al ostracismo. Y el reloj del Cabildo vuelve, cada cuarto de hora, a lanzar al espacio su claro y jubiloso campaneo. ¿Historia? ¿Leyenda? Verdadero o imaginado, el suceso se presta a jugosos comentarios. Los sabios —Montesquieu, por ejemplo— dirían que “la revolución del reloj” prueba que es más fácil oprimir a los hombres que herir su susceptibilidad, burlarse de sus debilidades o privarlos de su juguete. El opresor, les demuestra estima; el que atenta contra sus costumbres, caprichos o niñerías, desprecio, es decir, algo que su vanidad no tolera. El modesto cronista de estos sucesos, añadiría que nunca, jamás, por ningún motivo, un gobernante debe entregar a su ministro ni a nadie las llaves del reloj. Fuente: Ovejero, D. (1973) El terruño. Salta: Ed. Fundación Michel Torino. Antología de Literatura Jujeña 2020