Como en Carmen de Patagones y en Cachi, yo también vi a un adolescente armado en un colegio de San Salvador de Jujuy. Ahora que los medios nacionales nos muestran la irrupción de estudiantes con armas en colegios donde reinaba la paz, no está mal pensar qué sucede con adolescentes jujeños que concurren al secundario o, en algunos casos, al tercer ciclo de la EGB.
Cada vez que un hecho se convierte en noticia todos ?o casi todos? nos asombramos y pensamos â¿cómo pudo suceder?â o âesas cosas aquà no ocurrenâ. Los ejemplos del lejano sur y de la provincia vecina nos indican que las acciones violentas que no tienen un escenario preferido. La violencia puede saltar por cualquier lado. En especial, cuando los adultos no construimos valores para educar en la no-violencia.
En julio de 1996, debuté como docente de un colegio secundario. El colegio pertenecÃa (pertenece) a una cooperativa de trabajo formada por educadores. Nunca me voy a olvidar de mi debut: la directora me presentó a los estudiantes de quinto año y rápidamente salió. Me sentà como el encargado de la limpieza de la jaula de los leones que habÃa sido abandonado por el domador. Salvo dos o tres que estaban en las primeras filas, la mayorÃa no me prestaba atención y jugaban como si yo estuviese pintado.
No levanté la voz, aunque estuve tentado de hacerlo, dejé de lado mi planificación y empecé a dictarle conceptos de Stuart Hall, un autor muy respetado por los estudiosos de la comunicación pero dueño de un discurso de alta densidad teórica y, por lo tanto, de no fácil comprensión.
Cuando volvà a mi casa me cambié de ropa y me arrojé sobre la cama. TenÃa la espalda dolorida como si me hubiesen dado garrotazos. Ya habÃa abortado todas mis expectativas didácticas y toda esa cháchara que, a menudo, se repite: âLos docentes somos formadores de personasâ. Yo no estaba en condiciones de formar a nadie y mi único objetivo era no dejarme vencer por esos adolescentes. Aunque sea, pensé, voy a aguantar un mes.
En mi segundo dÃa de trabajo me crucé, en el colectivo, con uno de los más revoltosos de la clase. Ãl me saludó alegremente y yo me di cuenta que no era tan alto como a mà me parecÃa. Algunos dÃas después pude comprobar algo similar con otros estudiantes: eran adolescentes comunes y corrientes. Ahora me rÃo pero, en aquel primer dÃa de clases, ellos me parecÃan fieras que estaban por devorarme
En uno de los primeros trabajos prácticos, les pedà que investigaran sobre Andy Wharhol y su Factory de Manhattan. Yo tenÃa la seguridad de que no iban a encontrar nada en sus anacrónicos manuales escolares (por entonces, casi no existÃa conexión a Internet en esta provincia) y que iban a entrar al aula con la cola entre las patas. Me equivoqué.
Aquellos estudiantes tenÃan padres que habÃan sido jóvenes en la década del setenta y muchos sabÃan de Wharhol y de cómo éste habÃa hecho famosas a las sopas Campbell. Como verán, aprendà varias lecciones: los adolescentes no son fieras, aunque al comienzo uno asà lo sienta; tampoco son unos infradotados que no pueden investigar sobre el arte pop y ellos, bien motivados, pueden hacer cosas maravillosas.
Al poco tiempo, editamos un par de números de una revista. En el primer número, tres estudiantes criticaron a la dirección del Ente Autárquico de la Fiesta Nacional de los Estudiantes que tenÃa al frente a la esposa del entonces gobernador. En el número dos, una estudiante escribió sobre Ernesto Guevara y criticó las polÃticas de privatizaciones que el gobierno de Menem impulsó en la década pasada; una de esas medidas habÃa sido instrumentada por el padre de la joven redactora.
Después, las autoridades fueron renovadas y la revista dejó de salir. Fue entonces, en mi segundo año como docente, que vi a un estudiante de espaldas a mi clase. Varios de sus compañeros lo rodeaban y miraban atentamente. Me acerqué y los sorprendÃ. No sé qué les dije y, de inmediato, pedà a otro adolescente que llamara al preceptor. Ãste llegó enseguida y, sin perder tiempo, descargó el arma y sacó de la clase al que la habÃa portado.
Hablé con los directivos de la institución pero minimizaron el hecho. No hubo ninguna medida para evitar situaciones similares. Los funcionarios no aportaron nada. Yo no aporté nada. Apenas si recordé lo que una vieja maestra me habÃa aconsejado: en una clase entretenida no reina la insolencia.
Un año y tres meses estuve en aquel colegio. Después fui consultor de un organismo internacional que me exigió dedicación exclusiva y no volvà a dictar clases en el secundario.
Ahora que escucho las noticias que vomita la televisión, pienso que no tengo soluciones para evitar actos de violencia entre los adolescentes. Pero cada vez me parecen más sabÃas las palabras de aquella docente: âUn chico entretenido es alguien que aprende y un chico entretenido que aprende no molesta a los demásâ.
*Escritor, periodista, docente en el IFD de Tilcara.
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