Teniendo en cuenta que se tiende a ensalzar todo tiempo pasado y que la educación que hemos recibido durante un siglo los argentinos recalcaba la condición excelsa de los próceres -que no eran humanos ni hacían caca y pis y mucho menos tenían sexo-, ahora que sólo faltan dos años para el Bicentenario de nuestro Éxodo nos vamos preparando con cabildos, debates, exposiciones, encuentros, seminarios, talleres y largas -y muchas veces insulsas- parrafadas sobre el mayor de los hitos históricos locales.
      El Éxodo Jujeño es sólo dos palabras en la historia nacional y alguna clase en la primaria en la que se dibujan unas carretas yéndose de la humareda que representa la quemazón para que a los españoles no les quedara nada; y en Jujuy es un poco más, quizá no en cuanto a los significados, pero sí porque todos los años hacemos la dramatización en el Río Chico y, sobre todo, por los gauchos, que me digan lo que me digan, levantan, ellos sí, en serio, un estandarte patriótico de verdad, preparándose para el desfile durante meses, consiguiendo los mejores caballos y celebrando algo muy hondo, en lo que creen concretamente.
      La mayoría del gauchaje en Jujuy proviene de la Yungas pero también los hay de la Quebrada de Humahuaca -en la que tantos combates hubo- y son sobre todo peones de campo, pequeños productores, quinteros mínimos y, por supuesto, un pequeño porcentaje que reúne a gauchos urbanos de corte nacionalista y unos cuantos cajetillas -diría Jauretche por no decirles snobs- y a esta altura, si hay una reivindicación creíble, sentida, del Éxodo, es la de los gauchos.
      El Éxodo, como tantas cosas -quizás es ineludible que sea así-, tiene en el orden popular categoría de mito, y la forma en que se lo estudia, mucho de cliché. Ahora que surgen voces que quieren reivindicarlo, entenderlo y poner orden en los hechos y sus significados, supongo que existe la posibilidad real de que aumente su simbolismo y sirva para unir criterios y voluntades en el más acá de una sociedad tan complicada y revulsiva como es la argentina en general y la jujeña en particular.
      Si la comprensión del pasado regula mejor las circunstancias del presente, toda esta movida del Éxodo, enancada en la fuerte dinámica que el gobierno nacional le está imprimiendo a la cuestión del Bicentenario, puede que sea la puntita de un ovillo que ayude a juntar los muchos pedazos en los que nos hemos repartido como comunidad. Quizás, concientemente o no, es el propósito primero de la gente del Consejo de Ciencias Económicas, que fueron los que empezaron con la idea de tener acciones, hacia atrás y hacia delante, buscando formas para una reconstrucción social, que es lo que necesitamos urgentemente.
      Para no hacer una vez más la lista de nuestras desgracias, sólo quiero cerrar este pequeño artículo diciendo que la corrupción en todos los estamentos; el atentado al juez Aróstegui, los vaivenes políticos en torno al mismo, alguno, inclusive, con cierta desmesura; la naturalidad con qué ciertos (más bien inciertos) políticos son proveedores del estado; el violento poder de las organizaciones sociales, que vinieron a suplir, desde hace años, ausencias y negligencias de funcionarios ineptos; el silencio y la desinformación promovidos desde los medios masivos de comunicación y el deterioro del sistema educativo, hacen que las muchas obras que se están haciendo, la capacitación que se está dando, los micro emprendimientos que se gestan y, en fin, las cosas buenas que sí pasan, se pierdan en la sordera que la fragmentación produce y con la que se retroalimenta.
      Si esta reivindicación y puesta en valor de nuestro Éxodo, sirve para aproximarnos un poco, para unirnos en algo, bienvenida sea, pero un proceso así necesita conducción (y comunicación) ¿quién o quiénes la van a ejercer?