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Miguel Espejo

Sade/Del Barco.1968 en Argentina

      Recientemente la editorial Colihue publicó, en su colección de libros clásicos, La filosofía en el tocador del Marqués de Sade. Entre los diversos textos que complementan esta célebre novela, con un largo y meduloso estudio preliminar de su traductor Oscar del Barco, se encuentra el epílogo de Miguel Espejo, que recrea las circunstancias de la primera edición de este libro y que reproducimos a continuación.

      Se sabe que 1968 fue uno de los años emblemáticos de la segunda mitad del siglo XX. No sólo fueron las ráfagas planetarias de una cultura cuestionada en los niveles más disímiles, sino la desesperada búsqueda de cursos de acción. Desde Pekín a París o desde México a Buenos Aires y Praga se reclamaba por nuevos sistemas conceptuales, nuevas herramientas hermenéuticas, que permitieran comprender un mundo que parecía, como el actual, haber escapado a las viejas respuestas y a los códigos del pasado.
      Cuando Oscar del Barco (1928), uno de los pensadores más originales de nuestro país, realizó, en Córdoba, su ciudad natal, la traducción de La filosofía en el tocador, que se reedita en este volumen, y Miguel Ángel de Lorenzi hiciera la tapa, sobre una idea previa de Lorenzo Amengual, ninguno de los nombres figuraba en el libro, editado en Buenos Aires, puesto que la aparición de una obra de esta naturaleza era un riesgo, en medio de una dictadura que prefiguraba el horror que sobrevendría una década más tarde, con otra dictadura autotitulada pomposamente el Proceso de Reorganización nacional. Por añadidura, en ese mismo año del Barco publicó su primer título de autor, un libro de relatos, Memoria de aventura metafísica, que fuera impreso, casi al margen de los circuitos comerciales, con el sello de Editorial Universitaria de Córdoba, que nada tenía que ver con una inactiva e inexistente Editorial de la Universidad Nacional de Córdoba.
      Ahora bien, ¿riesgo por publicar a un autor que había muerto un siglo y medio antes y que tanto Apollinaire como los surrealistas habían incorporado al canon de los escritores ilustres? Riesgo cierto y evidente si recordamos la censura amplia y generosa del gobierno militar de Onganía, la clausura de los partidos políticos, el recorte de libertades básicas, al punto que a Ernesto Deira, que en 1961 participó de la histórica muestra colectiva “Otra figuración”, lo llevaron por la fuerza a una comisaría para cortarle el pelo. Fueron muchísimas las jóvenes estudiantes detenidas por la policía, con el pretexto de ejercer la prostitución, porque usaban... minifaldas.
      A título de ejemplo se puede recordar que Mario Pellegrini y Juan Andralis habían impreso un poster donde se mostraba a dos rinocerontes copulando, con la recomendación de que había que hacer el amor y no la guerra; resultado: poster incautado y prohibido por ordenanza municipal. El allanamiento de los hoteles de paso, por parte del Comisario Margaride, antes que se dedicara a integrar los grupos parapoliciales, como escarmiento moral a las parejas pecaminosas, basta para describir el grado de desenfreno en que se encontraba esta dirigencia militar, donde los múltiples mecanismos de censura se aplicaban por doquier.
      Además, había que estar en la ciudad de Córdoba, que comenzaba a prepararse para una de las rebeliones más intensas de nuestra historia latinoamericana, para comprender lo que implicaba mezclar a Sade con Marx, a César Vallejo con Gramsci y a Antonin Artaud con el Che Guevara. Del Barco se encontraba en el centro de estas confluencias y de estos cruces de caminos. Al mismo tiempo que se editaba, en un cuadernillo del Centro de Estudiantes de Filosofía (Cefil), el artículo “La larga duración” de Braudel, aparecía “El castrismo, la larga marcha de América Latina” de Regis Debray, en la revista Pasado y Presente, de la cual Oscar del Barco, junto a José Áricó, era uno de sus principales integrantes y uno de sus fundadores. Estaban a punto de comenzar a aparecer los “Cuadernos de Pasado y Presente”, que con seguridad es uno de los aportes de mayor espectro que ha tenido el marxismo en América Latina, en su compleja diversidad.
      Mientras tanto, nosotros, los estudiantes de entonces, cercanos a este grupo, saludábamos alborozados la aparición de La filosofía en el tocador. Al igual que Sade, por la magnitud de la represión existente, nos considerábamos poseedores de un derecho que iba de la mano con una libertad absoluta. Al igual que los anarquistas, a los que Marx llamara “los soñadores del absoluto”, deseábamos la turbulencia de los desórdenes, rasgo argentino y cordobés por antonomasia, antes que una revolución bajo la estricta forma de un método. Las discusiones versaban sobre qué forma iba a tomar esta revolución. Algunos no eran partidarios, como en un comienzo, del foquismo, sino de una insurrección. De una forma o de otra nos habíamos vuelto expertos en vaticinar el futuro, sólo que, al revés de Casandra, que predecía correctamente, aunque no le creyeran, nuestras predicciones no eran verdaderas y nuestro olfato para adivinar el rumbo de los acontecimientos no conducía al desplome del imperio soviético, sino a la revolución generalizada en América Latina y en el mundo entero.
      â€œLa insolencia es la nueva arma revolucionaria” consignaba una de las frases escritas, en la revuelta del 68, sobre una pared de la Facultad de Medicina de la Universidad de París. Éramos insolentes por una tendencia cultural de la época, por la Revolución cubana y las circunstancias históricas, aunque también porque en nuestro país, desde 1930, se rompían cada vez más las normas de convivencia, el tejido social y los códigos comunes de significación. Nos rebelábamos contra “la esclavitud de la prosperidad”, pero mucho más aún contra las desigualdades que tal prosperidad provocaba y contra las injusticias que todavía se enseñorean por el planeta entero, especialmente en nuestro país y en Latinoamérica. Escuchábamos el rugido de Sade desde esa precaria morada.
      Abríamos espacios para todo lo que consideráramos contestatario e irreverente, espacio para la famosa obra de León Ferrari, “La Civilización Occidental y Cristiana”, presentada en 1965 en el Instituto Di Tella, donde un Cristo de santería está crucificado sobre una réplica en miniatura de uno de los aviones que lanzaban sus bombas en Viet-Nam y que, cuarenta años después, sufriera ataques dignos de aquella otra época, porque la obra fue expuesta en el Centro Cultural Recoleta. Monzón Napalm se llamaba justamente un pequeño libro de poemas de Enrique Molina, aparecido en 1967, que recreaba con indignación los crímenes de guerra y la heroica resistencia del pueblo vietnamita, a través de fuertes imágenes afines al surrealismo. Un clima de época, podría decirse, donde las guerras y la violencia se abrían  paso pese a las voces que clamaban por el erotismo y el amor.
      En Argentina, todo estaba en cuestión, especialmente la legitimidad de los gobernantes, que habían dado un golpe de Estado al gobierno de Illia, a fines de junio de 1966, con el beneplácito de “la mayoría silenciosa” y que, la misma noche del golpe, habían echado a profesores y estudiantes universitarios a golpes despiadados, que no oponían ninguna resistencia violenta, al punto de recordarse esa infame jornada como “la noche de los bastones largos”. Fue el comienzo de una sangría intelectual y científica sin precedentes. Así, frente a un gobierno ilegítimo, avalado por una parte de la dirigencia del país, que incluía a ciertos dirigentes sindicales, mientras otros se enfrentaban fuertemente al régimen, era normal considerar que ese mismo gobierno debía ser barrido por una revolución. Un periodo donde comenzaba a abrirse la “tendencia” del peronismo, es decir, su ala “izquierda”, que proclamaba la lucha armada como único recurso para enfrentar a la violencia institucionalizada. Probábamos y asistíamos, en palabras de Sartre, “a la expansión del campo de lo posible”.
      Publicar a Sade, en 1968, especialmente a Filosofía en el tocador, con el sello editorial fantasma de “La novela filosófica”, también era un acto de rebelión. Y como cualquiera puede advertir en los medulosos ensayos de del Barco, que constituyen la “Introducción” a la novela, se trataba también de una rebelión del pensamiento. Una rebelión con mezcla de humor cordobés, pues en ciertas oportunidades se habían escuchado, en la biblioteca del pabellón Residencial de la Facultad de Filosofía y Letras, en la Ciudad Universitaria, las carcajadas del traductor, mientras revisaba la versión final de la novela con una amiga que trabajaba allí. ¿Quién se atrevería a negar que las descripciones orgiásticas de Sade contienen su propio costado risible? Se había vuelto famosa, al menos en nuestro círculo, la instigación del Caballero Dolmancé a sus partenaires para pasar de una situación a otra: “Al bidet, al bidet”.
      Humor que había dado origen a la revista Hortensia, fundada por Alberto Cognini a mediados de 1971, y que había llevado a un arriesgado bromista a colgar, en una de las vallas que rodeaban a la Policía Federal, para prevenirse de sorpresivos ataques, un cartel que decía: “Cerrado por falta de huevos”. Entre manifestaciones, represiones variadas, que comenzaban a incluir las balas, bien podría decirse que Córdoba también era una fiesta. En el primer día del Cordobazo presencié, mientras los disparos se sucedían, a un grupo de muchachos, ligeramente menores a mí, trepados a la base del monumento a Vélez Sarsfield, reír a carcajadas mientras observaban los enfrentamientos, sin importarles el peligro directo que corrían. A juzgar por los muertos que hubo en esas jornadas, una rara alquimia entre la risa y la tragedia.
      Ninguno de los intervinientes en la publicación de La filosofía en el tocador ignoraba que se trataba de un “ilícito”. Como ya mencioné, la editorial que figuraba era Ediciones La Novela Filosófica y la fecha de edición, diciembre de1968. Edición a cargo de Pablo Argüello. Traductor, Antonio Meyer; diseño de tapa, Julia Andrada. Impreso en Talleres Nebiolo Luengo y Cía, San Lorenzo 1114, Buenos Aires. Estos datos de edición, por supuesto, eran todos falsos, una estrategia de Pancho Aricó –según me informó escrupulosamente en abril de 2009 “Lolo” Amengual-  para editar libros que figuraban en el índex. Otro libro con ensayos sobre Sade, que no contaba con las autorizaciones correspondientes, había salido con el sello de la provocativa editorial Garfio.
      En la presente edición, a la recuperación de la traducción realizada por este poeta-filósofo, se agregan los valiosos ensayos que, en el límite de lo posible y del lenguaje, han intentado “pensar a Sade”. En un panorama bastante pobre de pensamiento, sobre todo en nuestra lengua, y especialmente en nuestro país, se escucha una voz propia que se abre paso a través del ruido de la insignificancia. Como él mismo lo señala, en el libertino sadeano, “no se trata en última instancia, del solo goce sexual, sino de una idea, de un erotismo que en su grado máximo es conceptual”. “El hombre soberano” de Sade, Bataille y Nietzsche se combina con “el juego insensato” de Mallarmé, como éste llama al proceso mismo de la escritura.
      Egresado de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba, del Barco ejerció allí la docencia en distintas oportunidades, como así también en otros institutos de la provincia. Fue profesor de la cátedra Introducción a la Historia en la década del 60, director del Centro de Investigaciones Filosóficas de la Universidad de Puebla, en el exilio, y profesor de Teoría Política en la Universidad de Córdoba, a su retorno. En esta tarea, su principal rasgo fue la generosidad intelectual con la que actuó ante alumnos, discípulos y colegas. Cuando se desempeñó como director de distintas colecciones, tanto en Argentina como en México, tradujo e hizo traducir a significativos autores europeos. Entre sus propias traducciones se puede mencionar a De la gramatología de Jacques Derrida, Las lágrimas de Eros de Georges Bataille y textos de Sartre y de tantos otros.
      Por su parte, en Buenos Aires, el poeta Rodolfo Alonso, devenido audaz editor, había comenzado a publicar varios libros de Sade, alguno traducido por él, otros por Raúl Gustavo Aguirre, pero ninguno de ellos estaba cargado con la virulencia de La Filosofía en el tocador. Las orgías y las descripciones de la iniciación a la depravación de Eugenia (“no hay como una beata para sacar de allí a una buena libertina”) están interrumpidas por el libelo “Franceses, un esfuerzo más si queréis ser republicanos”, ensayo dentro de esta novela teatral, del que la mayoría de los lectores prescindía, en su afán de recuperar el volcán erótico que la domina.
      Recuerdo que en un viaje a Buenos Aires se me pidió que averiguara cómo marchaba la distribución del libro, preguntando discretamente si se podía conseguir la novela. Uno de los libreros me miró de arriba a abajo, examinando mis veinte años y el peligro nulo que yo representaba. “Puede ser” contestó vagamente, dando por sentado que yo la quería para reforzar mis prácticas onanistas. Cuando me di cuenta de sus oscuros cálculos, intenté aclarar la cuestión diciéndole que yo no era un cliente. Le conté que venía de Córdoba y como él ya sabía que allí se había elaborado la preparación del libro, aunque fuera impreso en Buenos Aires, terminamos conversando un momento. Me confesó que la novela se vendía bastante bien. Me atreví a preguntarle por los compradores y nuevamente me miró con aire sobrador, como quien descalifica al otro por su ignorancia supina, para responderme como si se tratara de una obviedad: “¿Quiénes la van a comprar? Los conscriptos.”
      A Borges le gustaba repetir que los libros, al igual que la Biblia, obtienen tantos sentidos como lectores tengan. Yo quedé sorprendido que esta obra cumbre del Marqués fuera convertida en puro objeto pornográfico, sin ningún otro aditamento ni dimensión, por soldados que salían de franco, ávidos de eyaculaciones, en los baños de Retiro o Constitución, que antes había frecuentado Gombrowicz. (Aunque, ¿por qué sólo los hombres?) Lo importante era leer cómo eran enculados Eugenia, Madame de Saint-Ange o Dolmancé. ¿Acaso no está dedicada “a los libertinos”? De pronto, esta tentativa prometeica de rebelión era tratada exactamente igual que Memorias de una princesa rusa. Y quizás en parte estaba bien que así fuera.
      Autor de numerosos trabajos teóricos y filosóficos, publicados en diferentes medios, del Barco fue también miembro fundador de la revista Pasado y Presente, junto a José Aricó y otros participantes, como asimismo de los "cuadernos" que editara la mencionada revista. Pero no se trataba exclusivamente de una participación teórica. De acuerdo al reciente testimonio de Ciro Bustos, El Che quiere verte (Buenos Aires, 2007), el pintor mendocino sitúa a del Barco como el encargado de avisarle que Tania lo andaba buscando para transmitirle el mensaje que da título al libro y que, según él, esa indicación lo llevaría a Camiri y a su reencuentro con el Che. Pieza de un entramado que ubicaba a este grupo, desde la malograda guerrilla de Masetti a sus fluidos vínculos con las FAR, que algunos de sus miembros mantendrían después de su fusión con Montoneros, en setiembre de 1973, como interlocutores de peso en esta corriente política.
      Con respecto a los ensayos histórico?filosóficos de del Barco se destacan Esencia y apariencia en El Capital (1978); Esbozo de una crítica a la teoría y práctica leninistas (1980) , donde procede a un descarnado examen de la realidad en que se ha gestado la teoría, y El “otro” Marx (1983). Estos tres títulos fueron publicados por la Universidad Autónoma de Puebla. En el año 2003 aparece su excelente libro de filosofía Exceso y Donación. La búsqueda del Dios sin Dios (Biblioteca Internacional Martin Heidegger). Allí señala: “La nada-de-hombre posibilita y permite lo humano”, como si a nosotros nos estuviera deparado experimentar nuestro ser a través de la nada que lo refuta.
      Su trabajo propiamente literario se divide a su vez en dos vertientes: la primera, constituida por los ensayos dedicados al hecho literario o a autores que, como Bataille, Artaud y Blanchot, se expresaron en las fronteras extremas de la literatura. La intemperie sin fin (1985) reúne estos textos, incluyendo también un ensayo sobre Macedonio Fernández. Ha dedicado un largo trabajo al poeta entrerriano: Juan L. Ortiz. Poesía y Ética (1996); en el mismo año apareció El abandono de las palabras; más tarde publicó Poco pobre nada (2005) y dos años más tarde Diario. La segunda vertiente está conformada por sus textos de creación.
      Luego de Memoria de una aventura metafísica publicará exclusivamente poesía, lejos del marketing y de los aullidos publicitarios, una poesía densa, rica, no suficientemente valorada en su real dimensión: Variaciones sobre un viejo tema (1975), Infierno (1977), Elegía (1982), estos dos últimos títulos publicados en México. Siguieron ya en Córdoba: Dijo: (2000) y Dijo: segunda y tercera parte (2001). Sin embargo, su palabra poética sigue siendo fiel a la "aventura metafísica" que interroga al desnudo por el ser del hombre, su relación con el "desposeído lenguaje" y "la visión atónita" por "el paisaje ilimitado", tal como se refleja también en su pintura, expuesta por primera vez en el transcurso de 2008.
      Evocar una época, un tiempo determinado, suele prestarse a equívocos y elusiones, como si la memoria nunca fuera suficientemente fuerte para apoderarse de lo vivido  y solo quedaran los restos de un naufragio, la resaca marítima sin su gravitación esencial. Los recuerdos individuales rara vez aciertan a efectuar una reconstrucción histórica fidedigna, por lo que me limité, al igual que un paseante escapado de alguno de los poemas de Mallarmé, a asociar fragmentos, experiencias, impresiones y divagaciones de un periodo turbulento, que por aquel tiempo me llevó a suscribir con ambas manos el célebre comienzo de Adén Arabia de Paul Nizan: “Yo tuve veinte años. No dejaré a nadie decir que es la mejor edad de la vida”.

                                                                        Buenos Aires, Mayo de 2009






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