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María Eduarda Mirande

Del bachiller Alabí y su bitácora
de bonitos cuentos

 
      Que el bachiller Alberto Alabí se presente como el autor de Bitácora del aire y otros nuevos y preciosos cuentos -reedición ampliada de una Bitácora anterior publicada en 1995- resulta un hecho que alegra pero a la vez sorprende. Alegra, por esto de ver circular en una nueva y muy cuidada versión de formato clásico, un libro que fue acogido con entusiasmo (y alguna carcajada) por los lectores y que se agotó al poco tiempo de haber aparecido. Sorprende, porque el licenciado Alabí firma su obra en calidad de “bachiller”, ligándose a una tradición de bachilleres escritores iniciada tal vez con el autor de La Celestina (sobre el que -dicho sea de paso- recayó más de una sospecha). Que haya doctores escritores, licenciados, incluso profesores, maestros y hasta economistas dedicados al oficio, no llama demasiado la atención, pero, ¿un bachiller?... La cuestión obliga, entonces, a ensayar algunas aclaratorias antes de comenzar con el asunto puntual de estas líneas que es hablar del libro, cuya renovada aparición –insisto- celebro con aplausos.
      En su diccionario de uso del español, María Moliner afirma que la palabra “bachiller” proviene del Francés bachelier, joven aspirante a caballero, la cual a su vez deriva del  latín vulgar baccalaris. Creo no equivocarme al desechar esta acepción pues, que yo sepa, Alberto Alabí no entra ajustadamente en la categoría de la estricta “juventud” y goza de una evidente medianía de edad, y bien podría decir como Dante “a mitad del camino de la vida” o aproximarse por una cuestión etaria a un personaje entrañable, Alonso Quijano, más conocido como ‘el Quijote’, quien comenzó su periplo de héroe literario cuando “frisaba los cincuenta años”. Desconozco, por otra parte, si Alabí padece de la misma locura libresca de este personaje y que yo sepa no anda con aspiraciones de convertirse en caballero.
      Opto entonces por probar con la  segunda acepción que ofrece Moliner, quien asegura que con el nombre de bachiller antiguamente se designaba a la persona que había obtenido el primer grado de los que se daban en las universidades. Tengo entendido que el grado de don Alabí es el de Licenciado y no bachiller universitario, tampoco tengo datos de que haya obtenido el título en algún Seminario sacerdotal, puesto que estas instituciones también lo otorgaban a los que habían completado estudios de derecho canónico o teología. Desconozco-digo- esas aficiones del intelecto o del espíritu en el autor. Y voy, entonces, a probar con la tercera acepción que señala Moliner: “Se aplica a una persona, particularmente a una mujer, que habla mucho, con pretensiones de saberlo todo”; es decir: persona sabihonda o leída, que suena más bien a engreída. La cosa comienza a aclararse porque Alabí no entra en el género de mujeres verborrágicas, ni suele andarse pregonando sobre sus saberes o escritos como el Carlos Argentino Daneri del cuento de Borges; y por lo tanto deshecho de plano este último significado por demás agraviante. Opto entonces por considerar a la “bachillería” lejos de toda aspiración caballeresca, de toda formación teológica o afín, de toda verborrea pretenciosa o impertinente y, más bien, me remito a los datos constatables: al título de escuela secundaria que con toda seguridad el Licenciado Alabí posee como egresado de un colegio Nacional público, y sólo faltaría dejar constancia de la orientación de dicho bachillerato, pues los había de formación científica o humanística. Zanjada la cuestión, doy inicio al asunto central de este escrito que es presentar al público lector la obra Bitácora del Aire y otros nuevos y preciosos cuentos del mencionado bachiller jujeño.
      Alejandro Carrizo, el prologador del libro, que se declara bachiller “engroppado” -como buena parte de la generación de estudiantes salidos del Colegio Nacional de Jujuy hacia finales de los setenta- utiliza una serie de analogías para decir algo que comparto: “Si Arlt es el Nietzsche del Río de la Plata; Alberto Alabí es el Arlt del Noroeste Argentino.” Idea que concluye con un categórico “Así nomás.” No me voy a detener ahora en el nihilismo existencialista que sería el factor común entre Nietzsche, Arlt y Alabí, sino en otro aspecto que permite aproximarlos: el haberse levantado cada uno de ellos en su época con voces literarias originales, a veces incómodas, urticantes, pero sin duda propias.
      Es de esa originalidad de la que quiero hablar. Algo es original cuando es “distinto de la generalidad de las cosas del mismo género”, dice el diccionario. Lo cual equivale a decir que los cuentos de Alabí son distintos de la generalidad de los cuentos que acostumbramos leer. Y que en ellos reconocemos nada menos que un “estilo de autor”, esa meca anhelada por cualquier escritor o aspirante a serlo.
      El primer rasgo de ese estilo original artístico es, a mi criterio, la hipertrofia de la referencialidad. Me explico: toda obra literaria selecciona sus elementos a  partir de un vasto campo de referencia que es el “mundo real” o lo que llamamos “el universo externo”, y los reorganiza jerárquicamente mientras va creando su propio campo de referencia autónomo. Eso hace posible que hoy podamos leer un cuento escrito a mediados del siglo XIV por el Infante don Juan Manuel, por ejemplo, y que ese universo literario funcione con autonomía porque es una construcción verbal autosuficiente, que tiene sus propias reglas pero que, sin embargo, asienta sus anclajes en el mundo extraliterario con el que mantiene una relación ficcional. Esas formas de apropiación de la realidad y de la puesta en texto del mundo referencial varían según las épocas, las estéticas, los gustos  y opciones personales de cada escritor y de cada generación de escritores.
      Alberto Alabí se obstina en trabajar sobre esa referencialidad y se inscribe dentro de las siempre vigentes y renovadas corrientes del realismo literario, más precisamente en las tendencias de lo que hoy se da en llamar hiperrealismo crítico. Esa captura del referente sobre la que trabaja este autor no es “mimética” o no pretende ser la copia fiel del objeto o modelo que la realidad le provee, sino que sobre ese objeto capturado del mundo real el escritor realiza todo un trabajo estético de composición o recreación, que se sirve de la abundancia y acumulación de detalles descriptivos y de múltiples referencias. Así, de esta manera, mientras va configurando los objetos (personajes, ambientes, lugares) va realizando un trabajo estético que es una verdadera conquista del lenguaje. Cito algunos ejemplos:
      â€œY entonces Hilarión Zapana, soldador especializado de Zapla, inventor autodidacta, odiador de gringos, creador del primer pedóplano norteño, alcanzador de tusca de la madre bollera, cuarto abanderado tischudo de la Técnica de Palpalá y primer hondeador del barrio Bajo La Noria, eructó la última burbuja de un como huevo podrido y siguió con sus ojos de sapo pisado la figura larga del fantasma canoso con una expectativa aún mayor.” (Del cuento “Bitácora del aire”)
      â€œEl tormento mayor era cómo hacer para que un departamento modesto no mostrara el medio pelo. Le dio unos pesos al portero para que arrumbara en el depósito los muebles provenzales año 60, los elefantes de porcelana, las carpetas al crochet, la heladera Siam. Le resultaba extremadamente difícil disfrazar cuarenta años de clase media argentina, ocultar el decorado de una madre ama de casa y de un padre bancario. Él nunca tuvo lápices Faber, ni gomas perfumadas, ni zapatillas Flecha. Él era de Pampero, Dos Banderas, vaqueros de liquidación, Siambretta, en la que apenas entraba la familia. Madre firmemente agarrada al padre bancario con las piernas cruzadas y los tacos espina, el hermanito en los brazos y él parado entre el padre y el manubrio con los Gomicuer domingueros y el jopito a la Glostora.” (Del cuento “Ana Cicourel”)

      La hipertrofia de la referencialidad, ese trabajo sobre el exceso y desde el exceso descriptivo, no se asienta -como sería de esperar- en el adjetivo o únicamente en las cualidades atribuidas a las cosas, sino sobre la categoría del nombre, es decir sobre la designación de la cosa (personas, objetos, lugares), y muy particularmente, sobre el nombre propio. Una marca del estilo de Alabí es justamente la insistencia en anclar la referencialidad en la categoría del nombre propio.
      Así los personajes ostentan nombres como Nelbio Pérez Espinosa, el temido profesor de lengua del cuento “Ambigüedades”, o el de su alumno Scapolotempo, Ricardo Scapolotempo, o Atalibar Pilili y su padrino y ulterior víctima, Don Absalon Asmusi (cabo primero de la seccional 94º, uno; almacenero el otro; ambos habitantes de Cangrejillos) de la “La cruz y el gallo”, o el del Comisionado municipal de Casabindo, Licenciado Adelo Tinte, y el de la Señorita dactilógrafa Doña Clarisa viuda de Poclava del cuento “El matador de Casabindo”. Nombres, todos estos, a los que se suma una cantidad de otros referidos a conjuntos musicales, bares, hoteles, calles, productos de consumo, que conforman una especie de galería móvil donde el nombre propio desfila en primer plano.
Roland Barthes llama la atención sobre la importancia literaria del nombre propio, al que caracteriza por la hipersemanticidad, y a quien reconoce como el “príncipe de los significantes” porque funciona como signo completo. El nombre propio posee una naturaleza designativa (una función indicial) y tiene un único referente asociado; esto significa que designa lo concreto e individual y puede funcionar como ícono pero también como símbolo. Con lo cual, cada nombre propio instala un lugar textual desde el que se despliega un haz de significados que va confiriéndole espesor al texto, eso que llamamos efectos o apariencia de realidad. Por ejemplo, en el cuento “Volver”, la mención de la colonia La Franco con la que Tadeo Scolástica cachetea sus mejillas antes de partir al Biarritz Plaza Hotel donde actúa todos los sábados como vocalista de la Típica Tropic Tango, no es un dato menor ni un detalle insignificante; por el contrario, convoca en el texto una imagen concreta representada: la de un objeto suntuario, lujo accesible para una clase media pudiente. Su sola mención abre “infinitas avenidas de sentido” -como dice Barthes-, pues ese perfume forma parte de un proceso de transformación por el que un oscuro maestranza del Correo Central se convierte en “un compadrito con traje negro, pañuelo al bolsillo, taquito francés y uñas esmaltadas”. La colonia La franco pasa a señalar un campo reducido de posibilidades, un lugar social acotado de clase media típica con aspiraciones de grandeza, al que accede el personaje cada fin de semana, y el cual le asegura por unas pocas horas la pertenencia simbólica a un lugar otro. “El sábado-dice Scolástica- yo y los otros somos otros.”
      El nombre propio funciona también como signo simbólico en la medida en que representa una clase de seres, ya que puede generalizarse para remitir a significados especiales como la nacionalidad, la provincia o región. Y así como en la novela de Proust –sostiene Barthes- el verdadero significado de los nombres es Francia o la ‘franceidad’, de la misma forma en los nombres de los personajes de Alabí podemos reconocer las marcas de una jujeñidad. Y allí está el cuento “Bitácora del Aire” para demostrarlo, donde el personaje del loco aviador gringo Francis Edington Cole, transformado en Panchito Edintonio durante su infancia en Calilegua, se dirige a su compañero de aventura aérea, Hilarión Zapana, trasmutando permanentemente su nombre: lo llama Cusi o Chananpa o Tinte, Zumbaino, Chacón, Churquina, sin atender el reclamo que Hilarión  le hace:

      â€œVea don Edington, yo me llamo Zapana, Hilarión Zapana. Ni Yapura, ni Tarcaya, ni Zumbaino. Zapana, ¿sabe?”
      La nómina de apellidos netamente jujeños va formando una cadena de nombres propios que aparecen como signos motivados por razones culturales y permiten visibilizar los moldes fonéticos y gráficos de la lengua quechua o aymara. El nombre adquiere una legitimidad histórica y –retomo las ideas de Barthes- se carga de sentido por el sesgo de un cultura originaria. Pero esos nombres son sólo una parte del cuerpo social, pues se suma otra serie formada por nombres de raíz árabe, italiana, rusa o hispánica, a veces mixturados, como el del carpintero del cuento “Variete Familiar” que carga con un sonoro “Elsar Dimitri Urcupiña”. El anclaje histórico y social de los personajes queda logrado desde un principio gracias al nombre que muestra una sociedad conformada en la diversidad, sociedad retaceada, armada de retazos de nombres que recubren fragmentos de diferentes universos culturales, los que nada tienen en común (o tienen muy poco) pero que están compelidos a convivir bajo el amparo de un nombre propio. Vuelvo a Barthes: “Dominar el sistema de los nombres […] es dominar las significaciones esenciales del libro”. Me pregunto ¿será una de las significaciones del libro de Alabí dotar de nombre a la “Argentinidad” con mayúsculas y entre comillas? Tal vez sea así, tal vez ese sea uno de los sentidos últimos de su libro, pero cabe aún otra posibilidad: el nombre propio es el lugar simbólico que recubre desde siempre lo humano en su más diversa singularidad y variedad, en su más obstinado anhelo de trascendencia.
      La hipertrofia de la referencialidad avanza sobre el espacio y el tiempo en donde se mueven los personajes de los cuentos, vectores que también van adquiriendo espesor gracias a la insistencia de un narrador que no se contenta con el uso del adjetivo sino que emplea profusamente el sustantivo con función descriptiva:

      â€œDespués de una hora y cuarenta y cinco minutos de viaje, estaban sobre “La muy Noble y la Muy Leal Ciudad”. Era una noche especialmente jujeña: alboroto de estrellas, frío crudo, calma chicha en las hojas de los tarcos y luna a mansalva”. (De “Bitácora del aire”)

      Un espacio definido se recorta en la mayoría de los cuentos: Jujuy y su paisaje especialmente urbano, en un tiempo que -por esas licencias de la literatura o los artificios de la nostalgia- atrasa unas décadas, pues los anclajes referenciales de la temporalidad suelen remontarse a una época en donde los autos eran los Di Tella, los Rambler, los Gordini y alguno que otro Mercedes; donde los hombres se peinaban con Glostora y  los chicos comían pastillas Volpi. El universo narrativo queda impregnado de un tono nostalgioso que atenúa los efectos de una escritura dirigida hacia otros dos rumbos: la crítica y el humor.
      En la narrativa de Alabí, la crítica y el humor son los cauces necesarios por donde desemboca la estética del exceso y la acumulación. El hiperrealismo no se limita al trabajo plástico de representar un mundo en la inmensa variedad de sus matices y detalles, sino que proyecta una mirada crítica pero a la vez humorística, enlazada a una larga tradición literaria que hace del humor un arma. Su escritura, en este sentido, entronca con las formas e imágenes de la cultura cómica popular -que tan minuciosamente ha desmontado Mijail Bajtín- centrada en la mostración de un cuerpo abierto a sus pulsiones, plasmado en sus excrecencias, en su imperfecta andadura. Pienso en el personaje del bibliotecario y en su manera corpórea de emprender la lectura de un libro que le hace experimentar “convulsiones, vómitos y hasta orgasmos”, pienso también en la cara de sapo aplastado de Hilarión Zapana, el hombre que construye un globo aerostático para arrojar bosta desde lo alto hacia los puntos nodales de la ciudad mezquina; pienso en el parentesco entre este personaje y los esperpentos desrealizados y guiñolescos de Valle Inclán. Pero si bien reconozco estas filiaciones, hay algo en la escritura de Alabí que redime, que hace soportable la crítica y que libera cierta risa catártica: casi todos sus personajes se mueven entre lo patético y lo sublime, porque están condenados a una vida anodina y pobre y viven bajo la amenaza del fracaso; sin embargo, una gran mayoría enfrenta en algún momento su destino y busca torcerlo. Basta un insignificante gesto humano para que ese destino cobre otro sentido, para que unas acciones individuales o colectivas intrascendentes cambien definitivamente el curso de una vida: héroes irrisorios que construyen globos aerostáticos con los retazos de camperas inflables y que se pierden en la lejanía azul pero que logran volar; héroes subidos al furgón de cola de un primer y último tren para recorrer una vía muerta y no regresar pero que recuperan el tiempo dorado de la juventud; héroes miserables capaces de sensibilizarse frente al dolor humano y vencerse a sí mismos aunque sea por una sola vez; héroes que se inmolan para salvar a otros en un sacrificio casi anónimo que roza incluso con el delito; en fin, pequeños comportamientos humanos, extremados y ridículos, que no obstante revisten profundas implicancias simbólicas.
      En efecto, los personajes de esta Bitácora escenifican lo humano en su forcejeo con el mundo mientras desnudan una lógica sombría: luchar por un ideal es la única alternativa posible aunque la vida misma y su límite se ocupen luego de desmitificarlo. Y en este punto, los cuentos de Alabí, trabajados desde el hiperrealismo, anclados en la frágil carnadura de un nombre propio, signados por una risa oblicua y áspera, nos golpean. Y algo tristes pero más sabios, escépticos pero alentados, logramos entrever -como Hilarión Zapana y su compañero de aventura Edington Cole- que acaso estamos hechos para el vuelo, para los pequeños actos heroicos que precariamente nos redimen de nuestra patética conciencia de finitud.

Nota:
Las obras citadas de Roland Barthes son:
El grado cero de la escritura. Seguido de Nuevos ensayos críticos, 1953/1997, Madrid: Siglo XXI. 
S/Z. 1970/1997, Madrid: Siglo XXI.

 

*Doctora en Letras. Docente de la Carrera de Letras (FHYCS-UNJU)
Investigadora especializada en poesía de tradición oral. Dirige proyectos de investigación sobre literatura de autores jujeños. Publica notas y artículos en revistas nacionales e internacionales.






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