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Maximiliano Chedrese

Ojalá que la poesía sirva
también para matar y morir

Reseña: Once. Salpicón jujeño de poesía. Editorial Intravenosa. 2011      

“Pero pasen, aunque sea un momentito.
Disculparán la pobreza”
Conversación en La Catedral. M. Vargas Llosa

 

      Tal vez sea una condición necesaria que la poesía funcione como suicidio asistido, lejos de las penas de la ley. Se debe morir a cada letra cuando se escribe una poesía, si no, no sirve. Si la poesía no quiebra la percepción del mundo, no sirve. Si un poema no mata a otro poema, no sirve. Presentando una vez un libro de poesías me di cuenta (por las malas, siempre me doy cuenta por las malas) que un poema vive de matar a otros poemas, que crece y se expande como deuda interna. Que los buenos poemas te cambian la vida o terminan en las fichas de alguna biblioteca popular. Que si no sangran (si no escupen sangre) son meros adornos. Y en esa presentación le quise preguntar al poema tantas cosas y el poema se volvió infranqueable; el poema vino a ser una pared. Y tal vez radique ahí lo bueno de un poema: ser totalitario.
      También me di cuenta de que un buen poema supera al autor, ampliamente. Que si el autor intenta ser más que el poema, ni el uno ni el otro prosperan.
      También hay una virtud en el poema y es su flexibilidad, esa capacidad de expandirse hasta abarcar todas las lecturas posibles y de contraerse hasta quedar sólo en palabras para el estudioso. Un buen poema hace reír y pensar, sufrir hasta abrazarlo como salvación. Un buen poema pasa inmediatamente a ser de quien lo lee en un acto de transacción de emociones y luego lo expulsa. Lo deja a su suerte o desdicha, pero distinto.
      Un buen poema no planta semillas ni cultiva flores: es ambos en la lectura; es el lector la tierra fértil o salitrosa, es el lector víctima o héroe. El poema carece de dueño en ese pleno ejercicio de totalitarismo que es su virtud; un poema que no puede vivir sólo va huérfano bajo la axila protectora de su autor, asomando sus rimas, extendiendo su manito llena de alegorías falsas buscando de limosna los ojos del lector.
      Entonces el poema inyecta furia, risa, muerte, llanto o todas juntas a la vez sosteniendo firme la intención de matar o morir, de quebrar la linealidad del espíritu, la coraza de buenas costumbres, la rutinaria lectura.
      Todo escritor debe aspirar a vomitar aunque sea una sola vez ese poema, el poema que, con igual entrega, todo lector aspirar a leer alguna vez.
      Y es mezquino pensar que el poema es dado y por lo tanto el sentido que el lector le pueda dar o encontrar se limita. Esa es una verdad a medias, que se puede aplicar a la gran mayoría de poemas pobres. Pero del poema que hablo… de ese poema temerario con la rosa o el puñal en la mano… abierto como la rosa, afilado como el puñal… ese poema que tendrá tantos sentidos como lectores y sin embargo jamás se conformará con ser sólo uno de ellos… ese poema es el que ha excedido al autor y que no cabe en el abrazo de ningún lector.
      De ese poema hablo y no me alcanzan las palabras para alcanzarlo, ni siquiera en su descripción. Pero esto no es sueño ni una esperanza, porque sí existen, están en algunos libros, cada uno habrá leído un poema y experimentado un poco de ese totalitarismo, ese descentrar de la vida. Cada uno retiene en su memoria el trueno y el rayo del momento de haber leído un buen poema.
      Encontré en esta antología poemas de los que hablo y me hacen repetir tanto: poema, poema, poema. Porque quien ha leído un buen poema ha sido también en el mismo momento abandonado por el poema, pero no por el recuerdo de haberlo leído. Se vuelve imperioso, entonces, seguir buscando… como una presa que busca a su asesino, otra vez. Leer, sinceramente, es como cualquier otro vicio.






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