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Ricardo Dubin

Los dibujos de los indios

Ricardo Dubin
(Primera entrega)

Visité por primera vez las pinturas rupestres de Cueva del Indio hace más de una década, aquella vez acompañado por el ceramista humahuaqueño Roque Tarcaya. Desde entonces busqué acercarme a su iconografía desde distintas perspectivas, ya sea con el objeto de que la comunidad trescruceña las apropie como parte de su historia cultural, o como inspiración literaria, de donde surgió el cuento que terminó en el guion de la animación La Piedra del Rayo, producida para el canal Paka Paka por Aldana Loiseau.

CONTEMPLANDO LA ESCENA BELICA ESCENA GENERAL 2

 

Partiendo de Tres Cruces, en la naciente norte de la Quebrada de Humahuaca, tras la peculiar belleza de los Gigantes Dormidos, un huayco de arena rojiza se cuela entre queñoales y peñas de formas sugerentes. La puerta de la cueva, y no exagero, tiene todo el aspecto de la entrepierna desnuda de una mujer.

 

Mabel Liquín, la dueña del paraje, me contó que su abuela conocía esas pinturas antes de que Márquez Miranda realizara la primera excavación arqueológica del sitio. La abuela pastaba por allí su majada, se cobijaba en la cueva alguna que otra vez, y recordaba esos “dibujos de los indios”. Su denominación no era del todo inocente. Eran dibujos, sin lugar a dudas, pero lo de indios señalaba cierta ajenidad, cierta distancia hacia un tiempo pagano anterior al nuestro. Decir “indio”, como en Cueva del Indio, o “diablo”, como en el cercano Puente del Diablo, son algo así como sinónimos. Las personas mayores, hasta no hace mucho, solían advertir lo que pudiera sucederle a quien tocara esos dibujos.

 

Poco a poco, el trescruceño comenzó a entender lo que hay en la cueva como propio, ya sea porque les reditúa como atractivo turístico o para la construcción de su propia identidad. No por ello ha cambiado de nombre, pero alguna vez capaz que Cueva del Indio se podrá entender como “nuestra cueva”.

 

En este trabajo busco otro acercamiento, que no excluye ni contradice los otros, ni los arqueológicos ni los identitarios.

 

Tilcara, donde vivo y ejerzo el periodismo, tiene varios museos de artes plásticas, lo cual hace que parte de mi trabajo sea también el de escribir crónicas sobre sus muestras temporarias. Haber compartido muchas inauguraciones con artistas de la talla de Hugo Irureta y Pedro Molina, antes que por una pretensión de crítico, me fue tentando a publicar las sensaciones que las obras me producían. Los años se fueron sucediendo y se convirtió en oficio, para el que prefiero acercarme a la sala al otro día, cuando ya no hay nadie y con mi cámara fotográfica, y dejarme impresionar en una suerte de ejercicio fenomenológico.

 

Después de la primera impresión, que es la que prevalece, repaso las fotos que tomé para ahondar en los detalles. “Quizá lo que aquí y en casos semejantes llamamos sentimiento o estado de ánimo es más racional y más percipiente, porque es más abierto al ser que toda razón”, dice por ahí Martín Heidegger, y esa relación con la obra me ha dado buenos resultados, tanto que me termina revelando cosas que suelen enturbiarse si las veo acompañado por el autor.

 

El artista sabe aquello que quiso hacer, pero no tantas veces es eso lo que vemos. No es que pretenda que la relación espectador-obra sea más fundante, aunque haya algo de cierto en ello. En todo caso: hay una relación del lector con el texto que es por completo independiente del autor, y que es tan originaria como la del artista con su inspiración. La emoción que me produce escuchar la canción Let it be no depende de la que sintieron Lennon y McCartney al componerla, aunque sea necesario que lo hayan hecho para que pueda emocionarme, y sea cierto que sus sentimientos, en alguna medida, influyen en los míos.

 

Conocer la biografía de José Hernández y estudiar el desarrollo de la gauchesca, enriquecerá mi lectura del Martín Fierro, pero la sensación de satisfacción que puedo sentir al leer un haiku de Basho no exige que conozca su biografía. Muchas veces, por el contrario, la información se interpone entre el espectador y la obra forzando emociones y deformando aquello que la obra nos dice, o debiera decirnos, por si misma. Los versos de Yupanqui, apenas acariciados por el fraseo de su guitarra, nos bastan y, como advertía el mismo Atahualpa, mejor “no aclare que oscurece”.

 

No pretendo con lo dicho sentar un fundamentalismo al respecto, sólo introducir a lo que pretende este artículo: buscar un acercamiento a las raíces plásticas de nuestra cultura, procurando basarme en aquello que me conmueve de lo que veo, sin negar la importancia de otra información de la que me abstendré en este escrito. Cuando hablo de raíces, de todos modos, también sé que arriesgo una posición.

 

LOS MUSICOS ESCENA CENTRAL 2

Raíz es aquello que nutre y aferra. Cuando hablo de raíces plásticas de nuestra cultura, sin inocencia, lo hago con referencia a una serie de manifestaciones, no necesariamente antiguas, que nutren y aferran a muchos artistas plásticos actuales y no a otros. No pretendo señalar que aquellos sean más auténticos que estos, ni incentivar a ninguna búsqueda, desde que cada artista tiene el pleno derecho a emprender la suya, sino permitirme trabajar de igual modo con ellas tal como lo hago ante una muestra plástica en el museo Terry.

 

Cuando hablo de esas raíces, me refiero, por ejemplo, a la iconografía milenaria tan rica como abundante en nuestra Quebrada y nuestra Puna. En sucesivos trabajos quisiera aplicarme a otras expresiones que, por pertenecer ya sea al pasado como a la cultura popular, podrían también tenerse por raíces: los tejidos y la cerámica tanto como la imaginería o artistas que, como el caso de Medardo Pantoja, entiendo que fundaron una forma de ver nuestro paisaje y nuestra gente. Hoy nos toca la iconografía ancestral, los dibujos de los indios.

 

Exagero, de todos modos, cuando digo que entro a Cueva del Indio sin mayor información de sus autores. Una reducción eidética sincera me obliga a reconocer que sé, por ejemplo, que son pinturas realizadas antes de la llegada del cristianismo a nuestro entorno. Cuando en otra cueva cercana (cueva de la Luna, en la quebrada de Cóndor) veo una cruz que apenas lastima la piedra de la pared, puedo suponer que es obra de un cura que quiso exorcizar el valor pagano que tuvo el contexto: lunas y soles pintados en sus paredes, y que pudieron haber correspondido al ritual incaico.

 

Tras mucho conversar con arqueólogos, puedo suponer cuales fueron realizadas en los lejanos tiempos de los cazadores y recolectores, y cuales son varios miles de años más modernas. Se me ha ayudado a reconocer que, en Cueva del Indio, hay intervenciones de artistas, sobre los mismos dibujos, por espacio de algunos milenios de diferencia. Todo ello, que sé, puedo ponerlo de lado a la hora de abrirme a la conmoción por parte de esos dibujos como si no lo supiera, pero hay un dato sobre el que quiero hacer mayor hincapié.

 

Sé que sé demasiado poco sobre el contexto de aquellos que las pintaron, y esa ignorancia es acaso más significativa que aquello que sé. No sé nada de su espiritualidad, de su vestimenta ni de su idioma, y lo que sé tal vez sean meras conjeturas que, por el contrario, condicionan mis emociones al respecto. ¿Qué podemos entender de obras plásticas de un entorno cultural que nos es prácticamente ajeno? ¿Podemos, por ejemplo, asegurar que se trata de obras plásticas? Heidegger, en su Origen de la Obra de Arte, diferencia el objeto útil de la obra de arte, en tanto que el primero tiene una finalidad práctica concreta, y el segundo desoculta la verdad, nos presenta al ente, instaura el mundo en la tierra.

 

Sin profundizar en estos conceptos, que nos desviarían del tema, podemos aceptar que los dibujos pudieron haber tenido una función mágica o religiosa, y que, por ello, pudieron haber sido objetos útiles antes que obras, pero hoy, ante nuestros ojos, han olvidado esa practicidad (no puedo hacer llover ni conjurar el poder en ellas), presentándose ante mi como “dibujos de los indios”, casi tanto como lo fueron para la abuela de Mabel Liquín. Casi tanto, de todos modos, porque para ella cargaban con el temor de lo demoníaco desde el que la amenazaba todo lo proveniente del tiempo pagano.

 

Podemos verlos como objetos plásticos si empezamos por dejar de lado todo prejuicio moderno sobre el arte. Las escenas bélicas de Cueva del Indio, de las que hablaremos más en extenso luego, son, para nosotros en tanto espectadores, eso mismo: dibujos que, en un estilo determinado, relatan el fin de un combate.

 

 

Pongamos entre paréntesis el milenio en el que fueron realizados. Eso nos dará, en todo caso, una perspectiva histórica del relato, no estética. Las vemos en un estilo plástico que, más que de un artista en especial, nos habla de un mundo cultural. Leemos posibles interpretaciones si hurgamos en la bibliografía: que buscaron dejar sentado, acaso a modo de denuncia o de memoria, un hecho que aconteció; que buscaron intimidar desde una supuesta posición de poder: vean lo que soy capaz de hacer si se rebelan contra mi; que representaban una acción mágica o religiosa en torno a ese relato iconográfico, ya sea para conjurar la posibilidad del combate, para promover la victoria o para hablar metafóricamente de otra cosa, como, por ejemplo, el clima.

 

Hoy no sólo ignoramos cuál de estas respuestas tentativas puede ser la correcta, sino que tampoco sabemos si los guerreros representados eran personas concretas, como si la pared fuera una crónica histórica o periodística, o retrataron gente que sólo ocupa el lugar que le asigna la escena pintada como los que, por ejemplo, están en una tela de Cándido López.

 

COLUMNA DE DONCELLAS 1 COLUMNA DE DONCELLAS 2

Pero todos esos datos, no más que hipótesis, los podemos poner entre paréntesis a la hora de contemplar las pinturas, como lo haremos pronto. Para ver el caso con mayor claridad, detengámonos en la columna caída en otro sitio arqueológico, más al noroeste, en Doncellas. En medio de un cimiento, que presumimos antiguo, entre piedras caídas y tolas, hay un cilindro de piedra echado. Tendrá un metro y algo de largo, la superficie aparentemente trabajada. La imagen es sugerente y hasta conmovedora.

 

¿Sé si se trata de una columna? La arqueología podrá hablar con más fundamento que la estética, pero no es la perspectiva que buscamos. La perspectiva del arquitecto o, en todo caso, del tallador de la piedra, me es por completo ajena. No podría afirmar que correspondió a los pilares de un templo, pudo haberlo sido de una vivienda o un taller textil. Sin embargo, decir que “la imagen es sugerente y hasta conmovedora” no se modifica aunque, incluso, haya tenido otra utilidad que la arquitectónica.

 

Aquello que me sugiere y me conmueve no pertenece a ninguna reconstrucción posible. Los muros derruidos, las piedras caídas, los huesos, que pudieran ser de camélidos pero, acaso, también de tumbas. Alguna cuenta perdida de lo que pudo haber sido una alhaja. Lo desolado del contexto, que sin duda fue muy habitado a juzgar por tanto cimiento. Incluso los restos de una casa campesina (se dice que sus dueños se ahorcaron de sus vigas), abandonada un par de cientos de metros más allá y a mi vista. La capilla católica, también abandonada en la entrada del sitio, todo ello, incluyendo la incógnita silenciosa, ruidosamente silenciosa, sobre tanto dato de una cultura que ya no es presente, son elementos que hacen de ese cilindro de piedra un dato sugerente y conmovedor. El mismo cilindro de piedra caído entre tolas y piedras de cimientos, sin más datos, ya lo es.

 

Si como artista plástico recurriera a ese cilindro como fuente de inspiración, ¿qué podría resultar sino una imagen de desolación, de destrucción, en todo caso de un esplendor que fue y ya no es? Esa relación espectador-obra, y no ya obra del arquitecto o del tallador del cilindro, sino obra del tiempo, de la historia, de la conquista española, de la derrota, en ese caso, del pueblo Cochinoca o Casabindo o del que fuera, la mera relación del espectador con la obra del paso del tiempo sobre cualquier empeño humano, esa relación es la que prevalece.

 

No así en la cueva. Allí los diseños, aunque en el contexto de grafitis actuales que no los respetaron, y en el de una excavación de mediados del siglo pasado que fue más devastadora que reveladora, me dicen un relato concreto y me conmueven como podría hacerlo un cuadro en la sala de un museo. No pretendo con ello decir que quien lo hizo, o quienes lo hicieron, tuvieron la misma intención que don Hugo Irureta al colgar una muestra, ¿pero puedo acaso también poner entre paréntesis al espectador?

 

Si saco al espectador, sólo quedan los diseños. Nadie por conmover. Refutando el koan clásico (si un árbol cae en un bosque y no hay nadie cerca para oírlo, ¿hace algún ruido?), casi podría asegurar que, excluyendo al espectador, sin duda hay allí el dibujo de un hombre apuntando con el arco y la flecha sobre la cabeza de otro, arrodillado, que tiene en sus manos una cruz. En derredor, aun estando yo escribiendo este texto en mi computadora, lejos de la cueva en la que, presumo, no hay nadie ahora, hay escenas de combate: hombres acorralados por otros armados, gente con instrumentos musicales rodeada de gente armada, parejas de pie y una pareja echada, presuntamente en un acto erótico, y llamas, muchas llamas que, a juzgar por los estilos diversos, corresponden a tiempos distintos.

 

Arriba, como si fueran los peregrinos de la procesión pascual a Punta Corral, triangulitos de colores distintos, iguales todos los de cada fila, parecen ascender al cerro por senderos que zigzaguean. Al fondo, un zorro. En el cenit de la cueva, una llama que, según nos refería un pastor, podría ser aquella vigía que alerta el peligro a la manada. En el centro, en lo que tomo como centro para esta descripción, aun no estando yo allí, hay un hombre apuntando con su flecha sobre la cabeza de otro. Lo vuelvo a ver como hago con los cuadros de una exposición, en las fotografías que tomé, y la imagen me conmueve.

 

Me saco del paréntesis, de todos modos era algo muy forzado. Para sentar el hecho estético, se prejuzga al creador (descartamos que los dibujos hayan surgido por generación espontánea en la pared de la cueva). Aunque no sepamos nada, sino hipótesis, de sus motivos, podemos asegurar que hubo un pintor, aunque no entre en los cánones de lo que hoy entendemos por un pintor. Alguien, sea cual fuera la causa que lo movió a hacerlo, alguien que sin duda fueron muchos, lo hizo. Intentamos invisibilizar al espectador, y aunque apaguemos la música de Dizzy Gillespie que ahora escucho, y que sin duda hiere mi sensibilidad al escribir, y aunque queramos abstraer el entorno cultural y tanto arte plástico consumido por mis ojos, podemos decir que alguien, sin decir quien, los mira. Y, sobre todo, podemos dar por sentado el dibujo del hombre apuntado con su flecha sobre la cabeza de otro, arrodillado.

 

Para otro artículo, pensando en nuestra imaginería, me reservo el tema del prejuicio sobre la rusticidad de los dibujos iconográficos. Baste decir ahora que esta idea refleja la creencia, sin duda falsa, de que todo arte no español, no europeo, no occidental, es tosco.

 

PIEDRA DE MULAHUADA – DETALLE REFLEJO PIEDRA DE MULAHUADA

Algunos kilómetros al oeste, en Mulahuada, en la cima de un cerro no muy lejano de esta cueva, hay una piedra que, entre otros diseños, tiene el de un llamero con un camélido amarrado. De la otra mano, algo que podría ser una rueca. No importa que lo sea o sea otra cosa, lo llamativo es que a sus pies, como si fuera su sombra o su reflejo en el agua, casi esfumados en la talla en piedra, invertidas, están las mismas figuras. Esta imagen reflejada o sombra, está junto a otras tallas de un hombre arrodillado, de otro hombre que pareciera tener la máscara de un ave y de un ave, pero ya sin las sutilezas de las sombras o reflejos. Las piernas, sobre todo, del hombre arrodillado, son del mismo estilo que las de la cueva. Aunque su estilo nos parezca esquemático, pronto advertiremos que tiene herramientas suficientes para expresar el dramatismo que se propone.

 

No importa acá decirlo, pero al arte prehispano de América no le era imposible el realismo. Hay vasijas en museos limeños en las que el rostro coquea con una abrumadora verosimilitud. Las llamas de la cueva, las hay extrañamente pintadas en cuadriculas, algunas más realistas en sus gestos, como aquella que amamanta, o apenas delineadas esquemáticamente. Sin abusar de nuestro sentido de la libertad, podemos decir que el estilo elegido fue una opción tomada por cada artista de la cueva. Pudo haberlo hecho de otro modo, pero por alguna razón que ignoramos, y que pudo haber sido el modo de su cultura, lo hizo en este estilo.

 

Dije, si, “arte prehispano” y dije “artistas”. Podría no haberlo hecho, o podría corregirlo ahora. Creo que podemos admitirlo, sin exagerar la connotación moderna del término sino recluyéndola al significado de aquel que plasma, en un objeto visual, un relato iconográfico. Lo mismo hicieron, de todos modos, tanto Goya como Picasso. Podría entrar a la cueva nuevamente y dejarme conmover por la escena representada, no como un objeto arqueológico (al fin de cuentas tan arbitrario como cualquier otro porque presupone, entre otras cosas, la ciencia arqueológica), sino como una mera representación plástica.

 

*

 

Veamos algunos detalles del contexto: fuera de los animales, hay dos grupos de figuras humanas que resaltan sobre las otras. Digamos, para ponerles nombres: las de los guerreros armados junto a los vencidos, y las parejas de amantes. (Podríamos suponer que, estos últimos, son combates cuerpo a cuerpo, lo cual cambiaría sólo en parte mis emociones. Podría llegar a decirse que entre el acto erótico y la lucha cuerpo a cuerpo hay cierto paralelismo).

 

ESCENA CENTRAL DETALLE ESCENA BELICA

Los guerreros armados tienen los cuerpos triangulares (como aquellos que, en la lejanía, parecen ascender al cerro), como si estuvieran cubiertos por una capa similar a la de la Virgen María de la imaginería cristiana. Descontando acaso aquel que está detrás del guerrero vencedor del cuadro central, que lleva un gran sombrero o casco, sus cabezas son apenas el redondel de su síntesis. A la espalda (porque el sentido de los pies nos indica que es la parte trasera del cuerpo), un triángulo invertido como el ala de un ángel, acaso el carcaj de las flechas o, más bien, creo que el brazo doblado para tensar la cuerda del arco. Delante, en la extensión del brazo, el arco curvo que, veremos, no es idéntico en el del guerrero vencedor, y la flecha.

 

Decenas de guerreros armados por doquier, siempre con la ropa negra o blanca, rodeando a aquellos que visten telas amarillas, lo que también pudiera ser el color de su piel desnuda, desarmados y con los cabellos aparentemente trenzados en dos simbas. Los mismos guerreros armados rodean, en los bordes de una concavidad de la pared, a músicos de túnica blanca en el interior del hoyo.

 

SEXO LOS BAILARINES

Debajo de la figura principal, las parejas de amantes. La postura de sus pies pareciera decir que uno está tras el otro, sin embargo, las coletas o cascos nos dan la idea de que están abrazados, como bailando. Hay una pareja echada en el suelo. El contorno de sus cuerpos hace pensar que están desnudos, uno sobre el otro, pero detengámonos en la figura principal.

 

El que podría tenerse por el vencedor tiene el cuerpo curvado y es sensiblemente mayor de tamaño que el otro y que el resto. Lo largo de su cuello, en cuya cabeza dos manchas blancas son sus ojos, nos hace pensar en cierta estilización melancólicamente siniestra del cuerpo humano en la obra del pintor catalán Joan Miró. Su túnica, que no pareciera diferir de las del resto de los guerreros, sin embargo no es triangular sino estar más ceñida al cuerpo. Su arco, cuya flecha es larga y sobrepasa la cabeza del vencido, no es ya curvo sino que forma una cruz al cruzarse con la flecha. La flecha sobre la cabeza del otro, aunque acaso sea una cuestión de perspectivas y le esté apuntando, como indicaría el drama, veremos que tal vez cumple otra función estética.

 

El otro, sensiblemente menor en tamaño y de cofia o cabello blanco, tiene las piernas dobladas como el hombre arrodillado de la piedra de Mulahuada, pero su gesto es distinto. Su ropa, que acá es triangular y allá respeta el torso del pecho, tiene vivos blancos. El de Mulahuada parece estar en posición de orar ante una presencia que está por sobre él, este, en cambio, tiene la cabeza gacha y el cuerpo encorvado hacia la cruz que, al extremo de su brazo, posa en el suelo. Su postura curva parece repetir la del vencedor, pero hay un detalle: así como el vencedor proyecta la flecha por sobre su cabeza, la cruz que coloca en el suelo, como si le rezara, bien podría ser la sombra de aquella.

 

Vencedor y vencido se repiten como si el segundo fuera la sombra o el reflejo del primero, pero no al modo del reflejo en Mulahuada sino metafórico. La composición logra entonces su mayor dramatismo. Así como tienen por debajo otras parejas en actos de danza y de erotismo, y más allá tantas otras figuras de prisioneros amenazados por las flechas de sus captores, en esta, la central, uno y otro conforman una unidad en la que se repiten, pero en la que los diferencian sus jerarquías (vencedor-vencido, de pie-arrodillado, enorme-pequeño, el arma en cruz amenazante-cruz colocada en el suelo).

 

ESCENA CENTRAL 2 DETALLE ESCENA GENERAL 1

Este par, que bien pudiera resumir al conjunto de la pintura de la cueva pero que precisa de su contexto para que comprendamos que representa el fin de un combate, en estas dos figuras adquiere su mayor emotividad dramática y, subrayado por las escenas de danzas y de sexo, su posible carácter ceremonial.

 

El par vencedor-vencido puede completarse con una tercera figura: se trata de un arquero sobre la flecha del vencedor. Su característica es similar a la del vencido, el de la cruz, tanto por la vestimenta como por carecer de carcaj, pero por su posición pareciera, más que arrodillado, estar volando como un arcángel armado. ¿Acaso el artista jugó con la reiteración de los dos personajes en otro reflejo? Dos reflejos comparten la vestimenta y dos el arma, aunque la cruz del tercero pareciera ser la sombra del arco y de la flecha.

 

Suena fascinante pensar la perspectiva plástica de reflejos que excedan el número par, y en una enumeración en la que algunos elementos se repiten y otros no. El tercero, el volador, tiene algo del vencedor y algo del vencido, y lo digo sin atreverme a deducir posibles contenidos. La forma de la repetición no idéntica, recordemos que también es propia de los huaynos, donde dos versos se reiteran cambiando sólo la última de las palabras, con el que dejamos el tema del reflejo dispar, por ser tres y por no reflejar exactamente lo mismo, como una sugerencia que, en lo personal, me resulta más que interesante.

 

Más allá del relato del conjunto (los guerreros armados y los prisioneros, los amantes, los distintos personajes como el del gran sombrero, los camélidos por doquier, la imagen lejana de quienes suben al cerro), que bien puede ser la mera descripción de una situación, en sus figuras protagónicas nos presenta la síntesis plástica del reflejo, que en la piedra de Mulahuada es la del pastor en el charco o su sombra, y que acá se eleva en la metáfora de la identidad del vencedor y del vencido, quien sabe si como una continuidad temporal (todo vencedor será al fin vencido, aunque más no sea por el paso del tiempo), como un paralelo ritual (el arma de quien vence echa su sombra sobre el objeto de veneración del postrado), o como la mera metáfora, mediada por la intuición del artista, de la misma condición para ambos, sea cual sea su posición circunstancial.

 

 

La escena, el estilo y el entorno marcan su emotividad. El espectador no ignora que la pintura fue realizada hace al menos mil años, y es también un dato del que podemos no prescindir. Hay una cierta emoción marcada por el hecho de que la iconografía de la cueva pertenezca a una cultura que no podemos reconstruir con plena eficacia, sólo suponer en algunos de sus aspectos. No hay nadie vivo, sobreviviente, que pueda hablarnos de ese mundo, todas son conjeturas.

 

Si un trashumante llegaba a esa cueva, pongamos, hace mil años, ignoramos la emoción que aquello hubiera podido causarle, pero tampoco somos los mismos que el fiel que se arrodillaba ante una Madona en la colonia, ni aquellos que vieron el Guernica en el exilio francés. El trashumante de entonces pudo haberse advertido de que aquel no era un territorio amigable, que allí pasaron cosas atroces, o que en esa cueva se conjuraban fuerzas poderosas, pero no somos ese caminante de los cerros sino nosotros. Si hablamos de raíces plásticas, si nos tomamos la libertad, acaso el atrevimiento, de asistir a este espectáculo como meramente plástico, ¿qué perspectivas podría abrirnos?

 

La obra, que no deja de ser una cosa, nos emociona, nos conmueve. Tenemos el pleno derecho a quedarnos con esa emoción en nuestras almas, y entonces el encuentro espectador-obra adquiere todas las características del topamiento con una expresión artística, y de fina calidad. No nos es necesario retomar su camino, como para mi no es en absoluto necesario transitar los pasos de mi abuelo, pero no puedo negar que esa propuesta plástica propone herramientas de valor incuestionable. Lo que podemos imaginar, en una construcción que nos es propia, es que la historia de nuestro arte no parte de un dato arqueológico sino estético.

 

Fotos: Ricardo G Dubin
ricardogabrieldubin@gmail.com

 






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