Querida Libertad:
He estado pensando mucho en vos estos días. Una honda necesidad me vino por editar tu novela “La flor de hierro”. Ya estamos en otro siglo, el XXI, en Jujuy. ¿Y por qué editar esta novela?, me he preguntado. Y me he quedado varias veces mirando el cielo de Reyes, sin encontrar respuesta alguna. Pero le he hecho caso a mi intuición literaria. Por algo será, y punto. La lectura tiene laberintos que no siempre se pueden descifrar, y no hace falta tampoco. Ahora tengo el libro entre mis manos y me conmueve. He hablado con tu hija Moira y he percibido la armonía. “Claro que me acuerdo de vos…”, me dijo. También nos reencontramos con tus sobrinas Elena y Cora en la gran presentación del libro que hizo Alejandra Nallim. Estabas ahí, te sentí. Bueno, espero que los lectores que se llevaron el libro puedan sentir algo de lo que él abreva. Yo, por mi parte, he sentido el recuerdo de aquellos años.
Corría 1981… Hacía frío en Tucumán. Raro, ¿no? Es que en el campo hace frío, más en el sur, y más porque el aire tenía un olor raro, muy raro, o no; algo me recordaba ese olor, algo que venía desde muy lejos, quizá desde la infancia, es decir desde “nuestro” origen también de “ingenio azucarero”, en Ledesma. No sé. Sentía algo de angustia. A ratos me dolía el pecho. Yo trabajaba en la Dirección Nacional de Azúcar como inspector; tenía que controlar la producción de cada uno de los ingenios de Tucumán. Este invierno de 2018 me hizo recordar un poco a aquel de 1981; y también la situación general, el país.
El asunto es que me tocó ir al ingenio Marapa primero, luego al Santa Bárbara, y luego a La Trinidad, el sur del sur. En Marapa estuve alucinado los tres días: unos viejos cuenteros me hicieron sentir la presencia del mismísimo Familiar con sus relatos y me explicaron lo que era un “gallo” (y el “gallero”), es decir el “robo hormiga”. “De alguna forma hay que desquitarse –dijo uno–, aunque sea de a poquito.” Se refería a la injusticia social que produce esa industria.
En el ingenio Santa Bárbara conocí un oficio extraordinario (no por bueno, sino por singular, y más por horroroso): el “liguero”. Eran como las 2 de la mañana y me acerqué al canchón. Del lado de afuera había un grupo de “obreros” sentados en el piso, maltenidos y congelados. Un hombre desde adentro de la fábrica salió y echó un silbido; parecía alguien con cierto poder, algo así como un capataz, sin duda un capanga del patrón. Uno del grupo se paró inmediatamente y fue hacia él. El capanga le dio un vaso gigante. El obrerito se lo tomó de un saque; luego se sacó la camisa (¡en medio de semejante frío!) y entró al canchón a limpiar las cuchillas del trapiche que estaba detenido. Un trabajo vil, sin duda, que no haría, calculo, un obrero bien habido (o al menos con cierta “protección” sindical o cosas así). Ahí estuvo el flaco obrerito “trabajando” en medio de la muerte. Habrá pasado una hora o un poco más. Luego vino el capanga con dos tipos más trayendo en andas al obrero ya en calidad de un trapo. Y lo arrojaron en medio del grupo. Inmediatamente echó de nuevo el silbido y se paró otro a repetir el ritual: hizo un fondo blanco con el inmenso vaso de “guarapo” (jugo de caña con alcohol puro) y también se sacó la camisa… Me di cuenta: volvería dentro de un rato totalmente alcoholizado y sería reemplazado por otro “liguero”. Así es la “liga”: personas en situación precaria (¡paupérrima!), explotados en todo sentido por dos pesos en negro. No pude seguir todo el proceso porque se me revolvían las tripas y porque tenía cosas que hacer. Luego me dijeron que, al final de la noche, el capanga les pagaba y se repartían el poco dinero. Una cooperativa del escarnio.
Fueron días (en cierta medida como hoy) de mucha incertidumbre, mucho miedo. El olor aquel que sentía era olor a caña, pero mezclado con azufre, como a carne chamuscada; era el olor a muerte que permanecía en todos lados, que producía la más cruenta dictadura militar. Eso ya lo sabemos. Y había que quedarse callado en muchos casos (recuerdo que en todos lados había un afiche con una enfermera que decía “el silencio es salud”). No sé si te conté lo de las empanadas del ingenio Leales. Te lo relato pero no se lo cuentes a nadie porque me da un poco de vergüenza; y además nadie me va a creer. Un día en uno de esos pequeños ingenios sumidos en la más triste pobreza, habíamos llegado directamente a tomar el turno en la fábrica y no tuvimos tiempo de comer. Imaginate que salimos para devorarnos lo que fuese luego de ocho horas de ayuno. En la humilde pensión había empanadas. ¡Perfecto!, dijimos y engullimos sin prolegómenos. Estaban muy amargas y terriblemente duras. Comimos igual; luego nos enteramos de que eran empanadas de lechuza.
Otra vez me tocó ir al ingenio La Trinidad. Yo, como siempre, llevaba un libro para completar las jornadas y los viajes. Me llevé tu novela “La flor de hierro”. Me encantó. Se la relaté a mi compañero en la fábrica. Mi compañero también se entusiasmó y me propuso que fuésemos a Medinas, que estaba cerca. Salimos a las 10 de la noche, comimos unas empanadas (esta vez las riquísimas tucumanas) y nos fuimos caminando a Medinas. Los dos llevábamos la novela adentro nuestro. Nos sorprendió el empedrado: piedras talladas a mano, perfectas, un arte; y las rejas de hierro forjado; y las anchas paredes de la iglesia; y el aljibe. Pero no había nadie. Era un pueblo fantasma, solo, abandonado, poblado de ausencias. Nos volvimos a Trinidad por miedo a entrar en otra dimensión.
Al otro día volvimos; fuimos a ver la pagoda que quedó como un esqueleto comido por los buitres. Fuimos a “mosquetear”. Caminamos un poco y ya nos sentíamos Aristóbulo dando cuerda al reloj de la plaza. Vos lo habías dicho todo en 1978, cuando salió la novela:
“Así es Medinas. Un viento que se ausenta. Una vida que viene de la muerte. Es como una mujer que estuviera agonizando y en ese instante se le agolpan los recuerdos de toda su vida, vida que no fue otra cosa que la búsqueda del amor que se fue a la guerra…”.
Así es, mi querida Libertad. Estos turbios días me han traído estos recuerdos. Y aquellos tan lindos cuando en tu casa de Once, Joaquín, tu esposo, me dijo: “cuando vos venís a casa, yo voy muerto… porque Libertad ordena no comer carne”. Y como nuestra amistad fue más por carta, ahora me permito escribirte ésta. (Con Olga, tu hermana, sí, con ella tomábamos té una vez al día. La amé y la admiré como a pocos.)
Así es Nena, se te extraña, claro, pero por suerte dejaste tu literatura; para mí, la más alta literatura argentina (todavía silenciada). A mí me salvó de aquellos días de oprobio tu narrativa, ¡tan poética y tan contundente!, como vos: poética y contundente.
Creo que ya sé por qué publiqué tu novela: porque la verdadera literatura, la buena, sirve para eso: para salvarnos.
Te mando un abrazo
Alejandro Carrizo
Jujuy, invierno de 2018
alejandrocarrizo-jujuy@live.com
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