Aletargado, mira sin mirar detrás del ventanal del segundo piso de su oficina, imaginando una aventura que lo arranque de ese lugar que se le ha vuelto insoportable.

Esta tarde, un muchacho limpia una vidriera allá abajo, al frente.

Chorrea una espuma blancuzca y resbala por la superficie de los cristales igual que ese dolor en los hombros que atraviesa cada una de sus vértebras y llega hasta los pies aplanados bajo el peso excesivo acumulado en estos últimos años.

Debe ir al médico, le reprochó su esposa, caminar todos los días y comer menos y sobre todo descansar y no trabajar tanto; pero si deja de trabajar un solo instante, vuelve ese dolor que no termina de entender dónde se aloja, en qué oscuro lugar de su conciencia o de su espalda o de su cuello que al cabo parecen ser la misma cosa.

Hace muchos años que sus hombros y su cabeza forman un solo bloque que no permite distinguir qué es cuerpo y qué es pensamiento.

El muchacho tiene movimientos francos, seguros, imprime en cada gesto la alegría y uno puede sospechar que ese trabajo no le pesa, que le gusta, salvo porque a cada instante observa con detenimiento hacia un lado y hacia otro de la calle como si buscara o esperara.

El hombre recuerda que alguna vez amó a su mujer con ternura y la deseaba cada día y cada minuto tanto y tan fuertemente que ella le dolía en el centro del pecho.

Era un dolor maravilloso e irreverente que no respetaba ninguna célula de su cuerpo.

El deseo de ese amor que creyó una vez eterno se esfumó despacio, como se cocina una presa grande a fuego lento; de manera que él no pudo darse cuenta del todo de que iba desapareciendo, salvo en la memoria de un paraíso perdido en la boca reseca, que ahora evita el beso siempre que puede; porque es en los labios, la lengua y los dientes donde el amor se desbarata primero, donde la distancia se vuelve sólida.

Piensa que no podría vivir sin ella, que le debe la vida y todo lo que tiene.

El agradecimiento y quién sabe qué otras necesidades apelmazadas ocupan el lugar aquél.

La irreverencia se ha vuelto respeto.

Solo espera que sus labios dejen de tener una superficie tersa y se congelen en la sonrisa del hombre que ya tiene todo lo que había planeado.

Como cada noche vuelve a verla, cada noche busca una excusa diferente para no dormir con ella o al mismo tiempo que ella porque ya es sabido que en la oscuridad, los cuerpos se abren uno al otro, se buscan se develan y descubren el secreto que los aterra.

Y ocurre entonces:

Llega esa chica morena y tan joven que la piel casi no resiste y los pechos podrían derramarse sobre sus ojos sin remedio y todo eso que debe ser acallado y destruido sube desde la calle.

Está seguro de que es a ella a quien el muchacho de los vidrios espera para abrazar.

Solo quiere verlos juntos, quiere ver el momento en que él le rodee la cintura y ella ponga los brazos alrededor de los hombros del amado para saber de ellos la felicidad olvidada y tal vez, alguna caricia se desprenda y llegue hasta su propia espalda y cure, al menos por un instante, ese dolor.

Pero el paraguas que de pronto se abre interrumpe el trayecto de su mirada.

No importa, se moverá hacia la izquierda y cuando el hombre del paraguas pase, podrá ver de todos modos el abrazo, tal vez fuera de secuencia, pero allí estarán ambos todavía.

Solo que ahora, se abre otro paraguas y otro más, y la lluvia no se detendrá y claro, con esta humedad y todos esos paraguas, su espalda va a seguir doliendo.

*elenabossi@gmail.com