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Alejandro Carrizo

Confimado: el mariscal
Tito estuvo en el NOA

Verosimilitud y esquizoperiodismo

 

(Primera parte)

Lástima que Michel Foucault no anduvo por estas remotas tierras al sur de las Américas, como sí lo hiciera el Mariscal Tito, de quien tanto se ha hablado, escrito y elucubrado. Incluso se dice que hay gente que no sólo se agarró a trompadas por las distintas hipótesis del paso o no de Tito por la Argentina, sino que hasta se cambiaron los nombres, se deshicieron matrimonios, se redactaron jurisprudencias y se cambiaron hasta los apodos. Según trasnochadas investigaciones de lingüistas locales, el apodo de “Beto” fue creado para los Albertos (a los que antes les decían “Tito”) que  no deseaban quedar vinculados al gran caudillo yugoslavo –o croata, o triestiano, o austríaco, o tastileño, o esloveno, o genovés, o marplatense, o danubiense, o quizá tucumano, en fin.

 

Lo más importante no resultó el cambio de Tito a Beto, ni siquiera si estuvo o no el verdadero Mariscal Tito en Argentina, o en el noroeste argentino más precisamente; sino, lo más significativo fue que el cambio de Tito a Beto, o a Cacho, o a Pipo, Pancho, Pepe, Quito, Rolo, Lito, Quique, Nacho, Nico y etcéteras, nacieron de esas discusiones colectivas que se desataban en las esquinas o en los baldíos, en los bares o en las paradas de los trolebús, en las terminales de ómnibus y las sobremesas, en los patios de los conventillos y las parroquias. Que después devino en los Turco, Ruso, Tano, Gringo, Negro, o “sofaifa”, es decir, otra forma de hablar; o sea, otra forma de vivir. (“Otra manera de ser” me dijo mi querido Pedro Orgambide una tarde de invierno de 1989, en su casa de Marcelo T. y Junín, en que nos dolíamos todavía por el copamiento de “La Tablada”.) Es decir, digo, otra forma de leer.

 

Lo cierto es que de esos gentíos parece que nacieron las primeras bibliotecas populares, los centros vecinales y los sindicatos, los centros recreativos de socorros mutuos y los clubes bochófilos. (…) Quizá uno de los problemas más graves de culturización es que de allí nacieron las cooperativas, las ligas agrarias y las mutuales. Pero lo más estigmático, creo, para nuestro país es que allí se fundaron los clubes de fútbol.

 

Intrigas más, intrigas menos, estas crónicas –la mayoría apócrifas, por cierto– parecen dar cuenta de que el mentado Josip Broz Tito (o quien fuera, ya que habría tenido entre ocho y diez identidades, cuatro o cinco operaciones faciales y al menos dos personalidades) nació en Kumrovec, en 1892; algunos sospechan que era el hombre soviético dentro del movimiento de los No Alineados, aunque otros sostienen que era nacionalsocialista rojo en lugar de negro; que con sus guerrilleros campesinos pudo resistir el nazismo “con tácticas desconocidas” durante cuatro años; y, con similares estratagemas, al mismísimo stalinismo, pero no desde una geografía remota sino desde las barbas mismas de la NATO.

 

Según nuestra única e incuestionable fuente: el criptógrafo salto-jujeño Juan Carlos Matthews –especialista en raspaduras del corazón–, con relatos recogidos de la voz de su propia madre en la Quebrada del Toro, y ella de la propia voz del mismísimo Josip Broz en cuerpo y alma, es decir por la mejor de las vías, la más confiable al menos: la oralidad, el Mariscal Tito estuvo efectivamente acá.

 

El fundamento más preciso de nuestros oralistas es que, en medio de un tratamiento para el asma en plena Quebrada del Toro, Josip (o Walter) le dijo al (o a la) intérprete: “Yo llegaré a ser Tito”. El que cura de palabra sabe de eso.

 

Los documentos escritos pueden fraguarse, tergiversarse y falsificarse, incluso por el solo paso del tiempo; no así el registro de la voz humana en el recuerdo humano, más potente, real y confiable incluso que el carbono 14 y las pruebas de ADN. No olvidemos que los más de diez mil años de oralidad –con sus bemoles, yerros y aciertos– han sostenido, hasta aquí, a la especie humana mucho más que los apenas poco menos de quinientos años de escritura escrita.

 

El Mariscal Tito, según nuestros oralistas, llegó al puerto de Buenos Aires un 20 de octubre de 1930 en el barco de carga “Principesca María”, de bandera italiana. Puede ser que se haya instalado en Berisso, en la pensión “El turco”, sobre la calle Nueva York (por aquella época más concurrida que la Quinta Avenida), que haya comido en el restaurant “El águila” y trabajado en el frigorífico Swift (como la mayoría de aquellos más de doce mil inmigrantes que recalaron en la ciudad platense), pero fue por poco tiempo. De lo que no hay dudas, según los registros orales de la Cuesta del Obispo, es que fue uno de los creadores del movimiento sindicalista argentino, agitando a las masas obreras. También se sabe que fue “pincharrata”, hincha fanático, veneno de Estudiantes de la Plata, aunque algunos años después (y aún hoy) la obstinación de muchos sociólogos llegó a la ecuación de que si bien debería haber sido “tripero” a morir, es decir fana de Gimnasia y Esgrima de La Plata, como una coherente consecuencia ideológica y clasista, una vez más el Mariscal dio la nota: se hizo del “León de La Plata”, pero no por ideología o clase sino por los colores, que coincidían con los de su equipo, el Crvena Zvezda, de Belgrado. Los escudos y la camiseta de ambas instituciones eran rojo y blanco, a rayas, por lo que el Mariscal no dudó un instante en adherir sus emociones a Estudiantes. Incluso habría participado de un asalto a un banco para recaudar fondos para la causa anarquista argentina o para el club de sus amores. (Como hipotetiza el esteta Juan Acha: “el gusto, muchas veces, termina por decidir nuestras acciones”; es decir, la estética deviene una política, y una ética, claro está.)

Parecían un poco formales los del Crvena, pero no eran.

Nuestros oralistas sostienen que en su paso por el país también hizo “formación de cuadros”; uno de ellos, de quien se hizo muy amigo, fue Segundo David Peralta (o Manuel Bertolatti), alias “Mate Cosido” (cosido con “s” porque tenía un tajo en la cabeza), el Robin Hood criollo.

 

Desde los fondos impenetrables de los montes chaqueños surgió el nombre de este bandolero social adoctrinado por el Mariscal: 1,65 metros de altura, delgado, cutis blanco y cabeza inclinada habitualmente. Los primeros que integraron esta célula fueron Eusebio Zamacola (el Vasco) y José Benítez (el Calabrés), luego se sumaron “el Chileno” y “el Noy”, y más tarde Juan Bautista Bairoletto (el Pampeano), Saúl González (el Rubio), Pedro Cardozo (Cardocito), Camazo (Monte Buey), el Negro (o Cuqui), Pascual Miño (el Tata), Pedro Ruiz (el Alemancito), Herrero (el Indio), el Boliviano, el Turco, y Pascual Peralta (Mate Cosido Chico), hermano de Segundo David.

El blanco ideal para esta banda fueron las compañías inglesas que explotaban a la gente y agotaban las riquezas del Chaco: la Forestal Ltda., Anderson, Clayton, Quebrachales, Bunge y Born, Dreyfus, y los bancos de los que esas empresas eran principales accionistas. “No soy un delincuente, soy una fabricación de las injusticias sociales” vociferaba este obrero gráfico tucumano, forzado a convertirse en bandolero social, que se pasó quince años asaltado a las compañías inglesas y repartiendo el botín entre la gente humilde de la región.

Anoticiado el Mariscal de que más de mil operarios de la CIA lo estaban buscando –dato confirmado por la especialista titista Carmen Verlichak–, limpió sus anteojos, tomó el precario bolso de piel de lampalagua que le había regalado un Paye en pleno Chaco y se alistó en el convoy que partió rumbo a la puna salteña para terminar la construcción del tren a Socompa.

Cueva partisana de Josip y sus aliados

 

(para El Ojo de la Tormenta, 2018)

(Continuará)

 






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