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Cuento de Malala Flores

Orientación

Se mira la mano grande y tosca. Recuerda las manos que tenía antes que estas: finas y con las uñas cuidadas. Del resto del cuerpo no se acuerda. Sólo tiene de vez en vez una imagen como una ráfaga, que es más la evocación de una foto que el recuerdo de la mirada de sí mismo. Ni siquiera puede acordarse de los espejos de su infancia. ¿Dónde se veía?, si es que se veía alguna vez. ¿Dónde estaban los espejos de la casa, de la escuela? Si lo piensa un poco, tampoco puede recordar cómo es él mismo en este momento. Si cierra los ojos no puede rememorar los rasgos, las arrugas que lo surcan. Sabe cuál es el color de sus ojos, y que tiene algunas canas, pero no puede unir esos datos en una imagen única. No había reparado en eso hasta hoy, cuando mira su mano peluda y burda, ahora deformada por la picadura de una abeja, y piensa en las manos que alguna vez tuvo y que parecen de otro. Por la protuberancia se adivina en qué lugar está el aguijón punzante, pero no se lo ve directamente, sino que está introducido hasta el fondo, ya recubierto por completo por la piel y la pus y un cierto enrojecimiento de los poros alrededor como un grano a punto de explotar, pero que en vez de explotar se retracta y se pliega hacia adentro. Ha intentado sacárselo con la otra mano, la izquierda, pero sólo ha empeorado la situación, haciendo que el aguijón se deje de ver por completo y sólo quede ahí una montaña enrojecida.

 

En el suelo puede ver todavía el cuerpecito agonizante de la abeja que dio el primer golpe, en la mano derecha. Las otras vinieron después como por añadidura, pero esta, la primera, es la única que él ha mirado todo el tiempo. Sabe que las abejas nunca se desorientan porque pueden ubicarse por medio del sol, por la polarización de los rayos de luz o por el campo magnético de la tierra. Esta abeja pionera ¿sabe dónde está y qué es lo que ha hecho para llegar hasta ahí?

 

Recuerda el día que llegó al corazón de la selva, ese lugar pastoso al que podía llamar suyo por la imprevista muerte del padre, abandonando la escuela para niños bien a la que había asistido hasta ese momento. Los amigos del padre fueron los encargados de guiarlo por las humedades de las tierras que ahora eran suyas, y por la procacidad de los negocios de hacer madera del bosque. Las mujeres vinieron solas, nadie tuvo que arrimarlas, le impusieron sus pieles apretadas y sus ofrendas fugaces antes de ser carne podrida y maloliente. Al principio se le lastimaban las manos por el machete, el arma y el tractor, y extrañaba la rutina del ángelus por la mañana, la limpieza castrense, las poesías recitadas de memoria, y las noches de guitarra. Después aprendió la furia, y degolló perros, incendió panales, apaleó a varias hembras, separadas primero, juntas después, derribó el puente que pertenecía a un enemigo y mató a un hombre. Hizo todo eso en el silencio del monte, y nadie más que él sabe lo que ha sentido.

 

La abeja mueve un poco las alas como aferrándose a la esperanza de vivir. Él intenta incorporarse e ir hacia la casa, pero se desploma mareado. La imagen de la su esposa ha inundado todo. Es el primer día que la vio. Parada en la puerta de la escuela rural, con su delantal blanco destellando luz, y con la piel transparente en un universo de negras. Los chicos hacían fila para darle un beso y ella los despedía con una palmadita en la espalda y un caramelo en la mano. Después vendría lo otro: el casamiento, la casa de varillas, las hijas, la miseria de ser cuatro en vez de uno. Cuando las hijas no tenían clases, lo acompañaban en la parte más amable de la faena, y sentadas en tractor le contaban historias de escuela, de compañeros y de maestras. Puede oír ahora la voz de la hija menor que recita en latín el angelus al amanecer tomada de su mano.

 

La furia estaba siempre a la vuelta de la esquina, acechándolo como un destino. Pero ahora elige no pensar en eso. La abeja pionera está más quieta que nunca, él sabe que no ha muerto todavía. Et Verbum caro factum est. La casa ha quedado vacía, ya no hay esperanza. Los perros no se acercan, después de años han aprendido a no ladrar cuando él está presente.

 






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