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Hotel Gregorio
Finca La Colorada

Hotel Gregorio

 

 

Cuento. Mónica Undiano

Los saltos de la muerte

    La gente se hizo a un lado y los miró pasar. Y pasaron como una exhalación, haciendo temblar el suelo, los techos, los cristales, todo el mundo conocido se encogió ante el espectáculo magnífico de cinco caballos con las crines al viento perdiéndose rumbo al río, sin que encontraran alma viviente que los detuviera.
    El sonido de ese galope goloso era como si la vida hubiera llegado para llevárselos a todos, y, para espantar tamaño presagio, algunos lanzaron grandes y verdes escupitajos sobre la tierra.
    Los cinco caballos pasearon su locura perdiéndose entre los cerros hasta  que, persiguiendo un silbido largo y agudo, llegaron, entre corcoveos y relinchos, a la mano de una anciana que los esperaba con una media sonrisa adquirida con los años y la pérdida de algunos dientes.
    Los animales fueron depositando relinchitos demandantes en el oído de la anciana mientras ella los acariciaba y reía con ganas, festejando lo que le contaban, convocando a los credos de la noche, reventando en un grito soberano que los despedía hasta la mañana siguiente mientras sus brazos comenzaban un aleteo profundo como el de los grandes pájaros.
    Hacía años había tenido sueños desbordados que bajo el influjo de la certidumbre irreal de algún duermevela, la llevaban hasta la cumbre del cerro más alto, donde se paraba frente a las estrellas aceptando su eternidad ostentosa. Desprotegida como toda alma hambrienta, elevaba en esas noches su bastón retorcido y lo hacía dar vueltas por encima de su cabeza rascando la panza del cielo gritando con descaro y valentía, “me darás agua y me bañarás y bañarás los rebaños y el monte”.
    Moría de la risa al final de su ritual, sabía que nunca haría llover, pero le encantaba hacerlo. Era mentira eso de que las cosas suceden con sólo desearlas mucho, ella había deseado tantas cosas, mucho, y no habían sucedido.
    Urgida por sus desvelos, regresaba al cerro cuando no podía dormir, a veces sólo para disfrutar de los vientos y las estrellas.
    Los animales, acostumbrados a las manías de la anciana, la seguían a todas partes y la miraban sin mirar, y de vez en cuando se les estremecía el cuerpo como si los rozara un conjuro.  
    Ella era feliz mirando esas hermosas criaturas a las que había llegado a dominar casi con el pensamiento. Mandarlos al barrio para atemorizar a los vecinos había sido un juego, un juego de vieja mañera.  
    Ya ni sabía de dónde había sacado su primer potro, medio asustadizo y retobón, con él había logrado tener una caballada que la sostuvo a lo largo de su madurez, cuando la gente empezó a escasearle, cuando los muertos eran más que los vivos, cuando los vivos se iban. Ella había querido quedarse en el monte y el río era todo lo que era, lo que había sido, lo que sería.
    Ahora ya no pedía más, ni menos, sólo ser esa vieja a quien nadie ubicaba en su memoria, alguien a la intemperie de los años.
    Por más que lo meditara no encontraba explicación para su durar, sabía que había pasado los cien, sin embargo sintió ganas de cruzar el río crecido sobre alguno de sus potros, nada más que para sentir las aguas buceando sus polleras y la corriente lavando la potencia de sus garañones.
    También sintió que el perdón le estaba bañando el alma.
    Y ya no le importó que el tiempo la hubiera engañado, que se hubiera olvidado de ella, ni que ya sólo lo aguantara como se aguanta el silencio, los caprichos del clima, las faltas de la muerte.

 

 

*Del libro inédito Saltos






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