Cuarta entrega
Podría también pensarse la pintura de Cueva del Indio como el relato épico de nuestra tierra, lo que no sólo implica el recuerdo poético de un pasado heroico, sino que es la fuente de numerosas expresiones en que se desglosa. El romance español se desgajó en coplas y en poemas menores; la Ilíada nutrió a la tragedia de anécdotas que fueron armando un mundo: el que los griegos vieron como su propio pasado, y en ello pudieron expresar la riqueza de su cosmovisión.
¿Puede acaso derivarse de la pintura de la Cueva la imaginería del Gauchito Gil? No en un sentido literal, pero si colocamos en la misma pared de la sala de un museo a los guerreros de la Cueva junto a los Arcángeles Arcabuceros, las imágenes de Santiago y las del Gauchito, sin por ello deducir una causalidad, podemos componer un conjunto que va desde aquel amanecer hasta nuestros días.
Comencemos por pensar una definición por la que Leopoldo Lugones, en 1913, entiende que el Martín Fierro es el poema épico argentino: “producir un poema épico es, para todo pueblo, certificado eminente de aptitud vital; porque dicha creación expresa la vida heroica de su raza”.
En la pintura que tratamos se relata el momento final de un combate. El sólo hecho de que se tomaran el trabajo de hacerlo, nos señala la importancia de ese momento. Podría estarnos hablando de un momento histórico en particular, pero eso no es lo que nos interesa. Lo que nos importa es que el combatir reaparece a lo largo de nuestras artes plásticas tanto como en nuestra religiosidad. Lo hace, sin duda, en todas las culturas, pero estamos aquí viendo esta suerte de muestra colectiva, no la de otra sala.
Podemos convenir en que lo representado en la Cueva tiene que ver con los tiempos heroicos del pueblo que lo realizó: tanto por la heroicidad de los allí retratados (ignoramos si el héroe de la Cueva es el vencedor o es el vencido), como por otro carácter de lo que se entiende como de “tiempos heroicos”: una construcción que el presente levanta sobre su propio pasado. Una visión “heroica” de tiempos que, aunque en su momento acaso no fueron muy diferentes, en la memoria se tienen por excepcionales.
Habla Lugones, luego, de “cosas bellas y nobles”, y los presupuestos de esta idea merecen una reflexión. El Martín Fierro, al que apuntan sus reflexiones, no fue tenido como bello, y menos como noble, sino hasta que sus protagonistas, los gauchos, fueron extinguidos. La gauchesca, aún con sus cúspides líricas, no fue más que una forma de proselitismo entre las clases bajas, sinónimo de la que hoy podríamos llamar cumbiera. Adquiere nobleza, y se le reconoce belleza, mucho después, pero esa lucha por el carácter de lo bello no es sino una de las facetas más significativas de la conquista.
En general, el arte de las clases oprimidas no es tenido, por el mundo del arte, como algo bello. Negar la belleza del oprimido, tanto de su creación como de su persona, es parte esencial de la misma opresión. Podemos decir que una zamba es bella, lo que no se aceptaría tan fácilmente a comienzos del siglo pasado, pero nos cuesta decir que lo es una cumbia, y la lucha por el ejercicio de lo bello no sólo se agota en que nos cuesta darle ese carácter a las pinturas rupestres y a la imaginería cristiana de origen mestizo o indígena.
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Lo expresa con lucidez Calderón de la Barca al crear una comedia sobre la Virgen de Copacabana y su imaginero, Francisco Tito Yupanqui. A Yupanqui se lo condena porque su Virgen no es bella. Dice el poeta que “a estas provincias aún no han pasado los nobles artes de España. Dirá la objeción que ¿cómo no había arte donde había estatuas de tantos dioses? Y hallárase respondida con saber que eran estatuas tan toscas, tan mal pulidas, tan informes y tan feas”, y agrega que Yupanqui “muy pagado de su hechura, la trajo tan deslucida, tan tosca y tan mal labrada, que irreverente movía, más que a adoración, a escarnio, más que a devoción, a risa”.
Dice uno de los personajes de Calderón sobre nuestra imagen de la Candelaria, que es la Copacabana tan venerada hoy en nuestra tierra, que “esto de labrar estatuas lo dejéis a quien lo entienda. ¿Quién os persuadió a que pudo haber, sin estudio, ciencia? ¡Qué delirio! ¡Qué locura! Y así, en tanto que no haya mejor hechura que ésa, no ha de entrar en la capilla. ¿Quién la labró? Pues ¿qué os movió, no teniendo ciencia ni experiencia, a ser escultor?”
El desenlace de Aurora de Copacabana es que el mismo Dios realiza el milagro de modificar la obra de Tito Yupanqui para que sea bella como las hechas en Europa, y así pueda subir a los altares. El carácter bello de lo épico, entonces, no atañe a su propia hechura, que al fin de cuentas lo será según la perspectiva cultural de cada uno, sino a la lucha por considerar bello lo propio.
Ello es lo que, acaso, dice Lugones al decir que “el secreto profundo de nuestra vida consiste en que ella es un eterno combate por la libertad. Sin esto no existiría la dignidad de la condición humana. Por ello los hombres no pueden vivir sino peleando de esta manera”, dice, y ese criterio se entrelaza con lo dicho: un pueblo adquiere su certificado de aptitud vital cuando logra que su noción de belleza prevalezca como lo bello, cuando es libre para representar a su modo sus deidades y su mundo.
Pero representar victorias y derrotas (ignoramos de cual lado estaban los artistas de la Cueva), debiera hacerse por algo más que por lo que se pinta una naturaleza muerta o un retrato. El artista (que fueron muchos, como dice Lugones: “se ha discutido mucho la paternidad múltiple o única de los poemas homéricos”), no sólo mostraba imágenes sino que también contaba una historia. Una lucha que, por si misma, era digna de ser contada, y no ya por los motivos de esa lucha sino por su carácter épico, porque al fin de cuentas la sustancia de los motivos siempre se evapora con el tiempo.
Por ello, pero por sobre todo porque una expresión artística resume la cosmovisión de la cultura de su autor, dice que la “poesía épica viene a expresar, con la vida heroica, el secreto de toda la vida humana”, y agrega que “la creación épica no contribuye con ese resultado moral, solamente, a la obra de la civilización. Su influencia estética es, de suyo, más directa”.
El poeta, que en este caso es el pintor de la Cueva, “no celebra ni canta la libertad y la justicia en abstracto, porque entonces resultaría lírica, sino la manera como cada raza combate por dichos principios”. Y nos habla de su “inspiración religiosa, el reconocimiento que hace el héroe de entidades superiores a las cuales atribuye la dirección trascendental del mundo”.
Que “los poemas de Homero constituyeran en Grecia el fundamento de la educación”, acaso pudiera señalarnos algunos de los motivos de quienes pintaron en la Cueva. Ya sea para que los jóvenes conozcan el heroísmo y lo ejerzan, ya para iniciarlos en rituales que hoy desconocemos, o para que una casta local pudiera, con el ejemplo de lo pintado, disciplinar a la población, las escenas épicas tanto homéricas como trescruceñas atienden a distintos aspectos de lo que se entiende por educación, en una o en otra forma valorativa.
Supongamos entonces, a título de ficción, que hay un hilo conductor que desde las pinturas de la Cueva conduce a la más reciente imaginería del Gauchito Gil. Ese hilo de ninguna manera se pretende como de causa y efecto, no pertenece a las obras de arte que podamos enumerar ni a sus creadores, y si nos apropiamos de ello como espectadores, lo hacemos en tanto que pertenecientes a un mundo que comienza en esa pintura rupestre para concluir, por el momento, en los altarcitos paganos de la vera de la ruta.
Jorge Luis Borges ha insistido en un método que, escudándose en lo literario, evitaba toda refutación. Inventando un contexto fantástico o probable, colocaba en sus personajes ideas y en sus tramas leyes generales de un universo que, por ser ficticio, era también irrefutable. No otra cosa han hecho las religiones, permitiéndose crear metáforas que explican la vida, y nos sorprendemos cuando uno y otra terminan murmurando una explicación de lo real tan válida como cualquier otra.
Pero entre la Cueva, con sus milenios de antigüedad, y el Gauchito, se interpone la imaginería cristiana. Alonso Sánchez, para ello, nos dice que la “escisión de los pintores indígenas, separados del gremio de pintores españoles en 1685, se tradujo en el comienzo de un nuevo modo de plasmar en el arte un estilo más popular y arcaico, apropiándose del mismo como un modo de expresión de la propia identidad y creencias”. Ese estilo que, acaso, estuviera emparentado con el de Tito Yupanqui: un modo que le resulta tosco a los patrones y que representa a los oprimidos.
“Esto supuso”, dice, “que desde finales del S. XVII y durante gran parte del S. XVIII, al menos la periferia sur del virreinato peruano, se mestizara artísticamente, ya que las pequeñas iglesias y doctrinas eran decoradas, de manera principal, por las obras de estos maestros pintores indígenas”. Luego agrega que “el proselitismo sirvió de impulso al arte en la colonia. Se buscaba algo más simple, dirigido al pueblo que asistía a las celebraciones litúrgicas y que practicaba sus devociones populares”, idea que resume como un “esfuerzo catequizador visual”.
En cuanto a la ideología de estos artistas indígenas, nos explica que “aunque se erradicaron muchas prácticas cultuales, la población indígena supo cómo sortear estos controles”. Y explica la ausencia de Cristos resucitados gloriosamente, al ser reemplazados por “un Cristo sufriente en la Cruz que debía servir para enseñarles a los indios la paz, pero la paz del vencido, la resignación frente al dolor, ya que nada eran los sufrimientos de ellos si se les comparaba a los de Cristo. La imagen simbólica del Crucificado, Hijo de Dios, se convierte así en la de un Dios vencido por la muerte. Esto podía resultar conveniente, a nivel doctrinal, para un pueblo al que había que catequizar y encauzar en la fe al mismo tiempo que se lo explotaba económicamente y se le marginaba socialmente en un casi sistema de castas”.
“Los santos”, dice, “llenarán, desde su papel de intercesores, un hueco necesario en la vida de los pueblos recién evangelizados”, con lo que debe también llenar, no ya sólo la idea de la Resurrección de Jesús, esencial a la creencia cristiana, sino la distancia que hay desde los guerreros de la Cueva. Primero acaso estén los arcángeles arcabuceros de Uquía, tan cercanos a los modos de la belleza heredada de Europa, y en lugar del Cristo vencedor, la imagen de Santiago el matamoros.
Santiago, que no llegó a España sino en los sueños populares de aquella España, termina mudando de pescador en soldado y encarna allá la reconquista y acá la conquista. Sin embargo, visto desde los ojos del indio vencido, no es sólo la imagen del vencedor montado, tal como aparece en una conocida pintura rupestre de Sapagua, sino también la imagen de uno mismo como posible vencedor.
Esta proyección del dominado en el dominador, en las imágenes más populares de Santiago no lo presentan como el guerrero español que decapita al enemigo, sino que reducen su espada a una faca y su capa a un poncho, encarnando la representación de un gaucho. Claro que el gaucho representó, en su momento, la imagen del soldado de la última frontera europea con el indio, pero por ello mismo aindiado e, incluso en su aspecto, ajeno a la belleza de los talleres españoles.
Para los desfiles del Día de la Tradición queda la estampa de los gauchos que son, más bien, patrones, cuando para el culto popular, extendido con el cierre del ferrocarril a bordo de flotas conducidas por camioneros, queda la imagen mediadora con Dios, pero sufrida como nosotros, del Gauchito Antonio Gil.
Alguien sostiene que la deidad ancestral Illapu, que es el trueno, hereda en Santiago, que es a su modo la del Cristo que regresa victorioso de la muerte. Y nuestros imagineros se encargaron de volver a mudarlo en Gauchito. Si esta lucha, que como vimos es la lucha por la liberación de una raza, y con ello la lucha por imponer un criterio de belleza, pudo haberse representado en La Cueva con un arte que sobrevive a los milenios, podemos empezar a imaginarla como nuestro poema épico, padre de aquel que, a la vera de las rutas, se alza en altares ajenos a la iglesia.
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