Mónica Undiano
âLo que dure durará, lo que venga vendrá, las frutas frutecerán y derramaránâ... pensaba asà mientras caminaba por la montaña, iba sin preocupación, con la seguridad de que serÃa fácil hallar una cañada que dirigiera sus pasos hacia algún rÃo.
Vagaba por los alrededores pensando que internarse en la nuboselva de las yungas jujeñas era precisamente lo que necesitaba ese dÃa.
Desde la ventana de su oficina veÃa cuando el sol nacÃa detrás de esos cerros exuberantes, y cuando, por las tardes, se despedÃa alumbrando cada resquicio. SolÃa preguntarse cómo serÃa palpar las entrañas de ese monte, paladear sus sabores, simplemente entrar.
HabÃa recorrido el camino que tajeaba la montaña en bicicleta y quizás en sueños, pero ese dÃa despertó con la decisión en la piel, y antes de darse cuenta habÃa encontrado un arroyo por donde buscar.
Buscaba las alturas, querÃa ver desde más arriba, bien arriba, ver lo que viera, imaginaba, no sabÃa qué. Con la ilusión de hacer cumbre andaba sin tiempo, pensando en los grises, en las sombras, hasta que ya fue momento de torcer el sendero y llamarse.
Como una piedra fue respondiendo a la angurria de su rÃo y se adentró en el cerro, hacia la derecha, donde todo estarÃa más lejos, sin la protección que no querÃa.
âUna enormidad por vezâ se decÃa yendo hacia arriba, el verde verde que acaricia y que rasguña no permite respirar, pero él respira solo, y acaricia y rasguña, evita con maestrÃa de baqueano las hojas anchas de las hortigas que urticarÃan su piel, evita también troncos caÃdos y restos de animales muertos, excrementos, hojitas mortÃferas, frutas silvestres que cree reconocer de alguna otra estancia, otra vida. Súbitamente lo aturde un sueño olvidado y se vuelve fácil moverse por el monte en cuatro patas, ya no cuesta sortear obstáculos, las hojas anchas ya no hortigan, y los olores son lo que siempre fueron, un camino.Â
Sigue esa senda invisible que exorciza el salto de su mente, la sigue porque no tiene más remedio, porque está allà para seguirla, y porque desde siempre la seguirÃa. Quizás no quiere acosar ese olor que le despierta las furias, pero sabe que está cada vez más cerca, y sabe que si se desvÃa ya no serÃa quien era, ni volverÃa a ser quien creÃa haber querido ser, ni volverÃa jamás a caminar sobre cuatro patas, ni siquiera podrÃa no regresar, ese olor respiraba desde sus células, en otras épocas quizás lo habrÃa rechazado, pero ahora sólo podÃa perseguirlo.
Ya no habÃa cañadas, ni arroyos, el verde ralo le indicaba que estaba cada vez más cerca de la cumbre, y de pronto una visión casi efÃmera le asombra los ojos ante el vacÃo magnÃfico lleno de cimas más bajas y de nubes distraÃdas. Con su lengua afuera y el corazón palpitante sus ojos se extasÃan por un rato largo, mirando, no sabÃa que podÃa llegar tan lejos, tan alto, tan fácil.
Sin embargo el tironeo instintivo de su nariz le recordaba otra cosa, algo que su yo más interno no querÃa evocar, pero que, más fuerte que la muerte misma, tuerce su mirada subyugada, le arrima el hocico al suelo y dirige sus pasos hacia eso que acicatea su carne. El olor es cada vez más fuerte, ya no sabe hacia dónde va, cree que su extravÃo es irremediable. Piensa que mientras camine cerro abajo encontrará alguna cañada que lo lleve a su rÃo, sin embargo, la tarde, con su apuro, le va ganando a sus pasos, y la noche le muestra lugares dónde guarecerse. El olor es insoportable. Quizás no sepa cómo volver, pero eso de allÃ, el olor, eso, arrimaba cada vez más su carne a su carne, era lo único vivo, y la noche amenazaba con someterlo a su sueño, con devolverlo a sÃ, y casi en el medio del regreso, la vio.
La mujer, con su torso desnudo, estaba parada frente a un árbol grueso, sus manos juntas en posición de plegaria, como si hubiera estado rezando ante un altar milagroso. Por cada beso que habrá dado, por cada dÃa que habrÃa olvidado, por cada ilusión rota la mujer parecÃa rezar, pero sus manos estaban amarradas por un tiento sucio, manchado de barro, de sangre, de hambre, al árbol que en realidad la sostenÃa.
Se miraron entre las hojas, habÃan pensado que no se verÃan.
Desde su paso inconmovible, desde ese sitio hiposo de resuellos y deseo que subyugaba su primariedad, definitivamente no volverÃa.
Creyó pensar, mientras avanzaba sigilosamente como un perro hambriento, si habrÃa un rancho cerca, si la mujer tendrÃa dueño, si los olores no desmayarÃan los restos de su humanidad que se desdibujaban con cada embriagante inhalación. Creyó verse saliendo de un sueño imposible, escapando, cayendo de rodillas ante una figura soñada, creyó preguntarse por qué habÃa llegado allÃ, creyó verse caminando en dos pies nuevamente, hasta creyó escuchar los pájaros del bosque chillando alarmados cuando la mujer gimió.
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