Reynaldo Castro
Al momento de escribir esta nota (3 de octubre) no se conoce el paradero de Jorge Julio López, testigo clave en el juicio contra el ex comisario Miguel Etchecolatz. Pero esta columna no pretende -ni puede- arrojar luz sobre ese caso; sà busca analizar el peligro que significa vivir con aquellos que hacen desaparecer a las personas.
Para empezar, si existe una tradición en la policÃa argentina, esa herencia maldita deberÃa llamarse âaprieteâ. Desde la irrupción de la picana eléctrica en manos de Leopoldo Lugones hijo, pasando por los apremios ilegales del comisario Cipriano Lombilla, jefe de la Sección Especial de Represión contra el Comunismo, y su ayudante, el oficial José Faustino Amoresano (estos siniestros personajes detuvieron, entre tantos, a Esteban Rey, el recordado dirigente socialista de Jujuy); pasando también por el tristemente célebre comisario Ernesto Jaig, el mayor asesino que se paseó por estas tierras durante la última dictadura militar; hasta llegar a las ânegligenciasâ de algunos âmalos policÃasâ, como lo expresó Néstor Caffaggi, cuando era jefe de PolicÃa.
El folklore represivo no cambia de la noche a la mañana. Elena Mateo cuenta que, cuando fue a declarar en el Juicio a la Juntas, un auto con dos policÃas de la Federal la esperaba en el aeropuerto para trasladarla rápidamente a Tribunales. El motivo del auto policial se justificaba porque el avión llegaba sobre la hora de la audiencia y, por lo tanto, ella no podÃa perder tiempo en el traslado. Grande fue la sorpresa de la dirigente de DDHH cuando, en una frenada inesperada, aparecieron, de abajo de los asientos, armas largas que llevaban los muchachos. Lo dijimos: hay rutinas que son muy difÃciles de cambiar.
Hace dos años, familiares de detenidos-desaparecidos de Salta invitaron a sus pares de esta provincia, y a quien esto escribe, a participar en un acto de conmemoración de la Masacre de Palomitas (recordemos que, el 6 de julio de 1976, varios presos de la cárcel de aquella provincia fueron âtrasladosâ para ser fusilados en la localidad recién mencionada). Minutos antes de comenzar la conmemoración, los organizadores nos solicitaron los nombres para leerlos como adhesión al acto. A mà me pareció un gesto demasiado exagerado hacia mi persona y, quizás por vergüenza, busqué un kiosco para comprar unos caramelos. Cuando regresé, el público se habÃa incrementado y, en consecuencia, me quedé en una zona casi marginal. Enseguida llegó un nutrido grupo de policÃas salteños, uno de ellos sacó una libreta y, a medida que se leÃan las adhesiones de las personas presentes, registraba los nombres. Como la práctica de la escritura no era su mejor cualidad, en más de una oportunidad el agente escriba tuvo que pedir ayuda a otro para que le recordase cada nombre. AsÃ, los nombres de Nélida Fidalgo, Elena Mateo, Ernesto Aguirre, Claudia Scurta y el mÃo quedaron registrados en aquella libreta. Como estábamos muy cerca, casi le digo al uniformado que Reynaldo se escribe con âyâ griega.
El año pasado, después de participar en una sesión del Juicio por la Verdad, Inés Peña de Ãlvarez GarcÃa, otra dirigente local del movimiento de DDHH, fue a buscar su auto y no lo encontró. El hecho, que podrÃa ser considerado un simple robo a primera vista, es altamente sospechoso porque, por esos dÃas, tanto ella como Elena Mateo recibieron llamadas telefónicas para que levantaran una serie de denuncias que hicieron a un âdesaparecedorâ que, desde hace unos años, tiene trabado su ascenso militar en la cámara de Senadores de la Nación.
En su libro La memoria del soldado: Campo de Mayo (1976-1977) (Eudeba, 2003), Guillermo Obiols relata el secuestro y desaparición forzada de un soldado conscripto. Esa publicación narra que uno de los principales sospechosos de esa desaparición, en 1987, se encontraba como jefe de brigada en Jujuy. Pero no hace falta que lleguen âdesaparecedoresâ de otras provincias para comprender que los podemos cruzar.
Un hecho que no voy a olvidar es el dÃa que le hice una entrevista a Horacio Vale, un ex preso polÃtico que estuvo detenido durante la dictadura. Después de grabar aquella conversación, los dos caminábamos por la calle de la Legislatura cuando, de repente, él me pregunto si veÃa al tipo que iba por la vereda del frente. No me dio tiempo a contestar porque enseguida agregó:
-Ese tipo es uno de los que me picaneó.
Yo deberÃa terminar esta nota afirmando que los funcionarios de la Justicia y del Poder Ejecutivo tendrÃan que hacerse cargo de la seguridad de los testigos que dan cuentan del genocidio que pasó. Prefiero hacer otra cosa, querido lector. Elijo confiar en vos. Me gustarÃa que hagas una pregunta central: ¿cómo pudo suceder la dictadura aquÃ? Y también otra más urgente: ¿qué podemos hacer para que no vuelva a suceder?
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