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Ariadna Tabera

Carmen de Patagones

Ariadna Tabera

      Viajar hacia el sur de Argentina en mi caso es acercarme a una parte de mis propias raíces. Carmen de Patagones, "Patagones" para los lugareños, es uno de esos espacios transitados desde mi niñez, que forman parte de los rituales, de los recuerdos, incluso de los mitos de mi infancia, de esas historias que uno parece recordar y que no puede estar seguro de si ocurrieron o no, pero que, de alguna manera, circulan por la memoria.
      Hace pocos días, casi por casualidad pude volver a este pueblito, "del otro lado" del Río Negro, en territorio bonaerense, frente a la ciudad rionegrina de Viedma. Sus calles en zigzag, empinadas, cuelgan de las barrancas del río, con construcciones muy antiguas y bellas que en los últimos años se restauraron y se pusieron en valor al declararse Monumento Histórico Nacional.
      Carmen de Patagones fue fundada por Francisco de Viedma y Narváez en 1779, lo que la hace la ciudad más antigua de la Patagonia. El núcleo fundacional consistía en el Fuerte San José y la población denominada Nuestra Señora del Carmen. Para quienes recorremos esta región argentina es extraño encontrar edificaciones tan antiguas, todavía vivas, respirando. La historia de los primeros habitantes de Patagones estuvo signada por el engaño y el sacrificio. Provenientes de la provincia española de León, de la región de La Maragatería, llegaron en 1780 a esta parte de América con la promesa de encontrar un lugar preparado para ser habitado, con viviendas construidas y óptimas condiciones de vida. En cambio, se encontraron con una región cercada por tribus aborígenes, escasas posibilidades para la agricultura y ganadería y ninguna construcción habitable. Por lo que debieron excavar cuevas en el suelo blando de las barrancas del río, conocidas como las "cuevas maragatas", donde muchos de ellos habitaron durante muchísimo tiempo hasta poder construir espacios más confortables. Hay registros de cuevas utilizadas como vivienda durante 30 años por los maragatos; otros pudieron construir sus casas delante de las cuevas, como se puede observar en la Casa Museo Emma Nozzi. Se sabe que hasta mediados del siglo XIX había cuevas habitadas. Entre las casas más antiguas, construcciones de adobe con tejas musleras, se encuentra el Rancho de Rial, donde vivió el general Roca y actualmente funciona una oficina de la municipalidad de Patagones.
      La economía de la aldea se basaba en una agricultura y ganadería exiguas, que sólo proveían lo indispensable para la superviviencia; viveron en paz con las tribus indígenas, jamás sufrieron malones. Hacia 1820, luego de un periodo de dificultades económicas y políticas agravadas por el descuido sobre esta zona luego de la Revolución de Mayo, con el auge de los saladeros, Patagones se convirtió en proveedora de sal y el comercio se expandió también hacia el trigo, cueros y carne salada, que salían desde el embarcadero sobre el río Negro, único puerto activo de la costa atlántica entre Buenos Aires y las Islas Malvinas. Hacia 1827, la aldea prosperaba: contaba con un Juez de Paz y un representante maragato en la Legislatura Bonaerense.  El movimiento comercial se fortaleció, basado en la navegabilidad del río Negro y en el puerto de Patagones. Esta prosperidad comenzó a decrecer a principios del siglo pasado cuando se estableció el tendido del ferrocarril entre Bahía Blanca y Neuquén, principales puntos comerciales. Con la apertura del puerto de San Antonio Este, los mercados de la meseta rionegrina se fueron perdiendo, junto a los del valle del río Negro que se debilitaron por la presencia del ferrocarril. A pesar de esto, hubo un gran movimiento migratorio hacia la zona en particular de alemanes del Volga.
      Patagones tuvo su momento de gloria en la historia argentina en 1827, durante la guerra con Brasil, cuando derrotó a una expedición invasora, cuyas naves llegaron por el río Negro hasta las costas de la aldea. En ese momento Patagones contaba con una población estable de 800 personas, su vida comercial se había incrementado debido al bloqueo del puerto de Buenos Aires, por lo que se transformó en un centro mercantil alternativo y en refugio de corsarios, cuyas actividades dañaban considerablemente el comercio con Brasil, razón por la cual se produjo el ataque.  En diciembre de 1826 se conoció la noticia de la inminente invasión y la imposibilidad del gobierno bonaerense de enviar refuerzos militares. El 28 de febrero de 1827 cuatro naves del Imperio del Brasil comenzaron el ataque, al que respondieron los corsarios y los maragatos. El 6 de marzo los invasores desembarcaron y fueron localizados desde el cerro de la Caballada, actual Monumento Histórico, desde donde el subteniente Olivera junto a soldados, chacareros, hacendados, peones, artesanos y comerciantes, gauchos y baquianos, apoyaron a los corsarios Harris, Soulin y Dautant, junto a sus tripulaciones, en la lucha. Luego de derrotarlos en tierra, con la ayuda de infantes negros al mando del coronel Pereyra, asaltaron la escuadra imperial, logrando hacia el final de la noche que se arriara el pabellón en la corbeta Itaparica. Dos de las banderas brasileras logradas en la batalla se exhiben actualmente en la iglesia principal de Patagones.
      Cuando pienso en mis antepasados, con largas historias patagónicas, pienso con dolor en Roca y las matanzas, en la ira que me producen estas muertes y en la certeza de que -aunque no lo sepa claramente- siento que esa sangre me salpica. A pesar de esto, cuando veo a la tía Negra subiendo por las calles zigzagueantes de Patagones, protestando porque Vilma y Ana María esta noche se juntan a jugar a la canasta y porque hace mucho tiempo que no ve a Grace en San Antonio Oeste, siento con placer que también me atan a esa tierra otras historias, también de sangre, de sangre que se templó trabajando la tierra, en esos parajes a orillas del río Negro.






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