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Hotel Gregorio
Finca La Colorada

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Néstor Groppa

Notas

      Usted piensa, esta vez, acosado por la necesidad de un tema, la brevedad de un espacio, la premura. Usted divaga entre el tema y su posible forma. Pero, más que divagar, usted experimenta sensaciones y sentimientos que van tomando forma, que van delineando un tema ( hace unos momentos eran los temas probables los que originaban sensaciones y sentimientos ).
      En  la divagación hay un segundo pulso de satisfacciones y recelos. Usted dice: esto no interesa. Aquello interesa, pero no es permisible. Lo que pensé antes, estará muy bien para otra oportunidad. En fin, usted sigue indeciso, duda. Y por ahí recuerda que los Señores Ocupados, no acostumbran a detenerse un momento en la vereda para mirar las cornisas de las casas. Las cornisas de las casas, desde la vereda de enfrente, también son parte de la ciudad. Son la ciudad menos frecuentada. Una ciudad desconocida que envejeció sin que muchos lo supieran.
      Hay cornisas hermosas. Una que recordamos tiene un arbolito. A otra le nacieron extrañas pajarillas y claveles del aire. Sobre aquella, de un ventanuco sin vidrios sale un aroma de pan caliente. Otras coronan ventanas pequeñas con celosías de hierro eternamente cerradas. Las hay donde hacen nidos los gorriones y descansan las palomas. Recordemos una cornisa de lo más curiosa - son dos pérgolas de esas que estuvieron de moda hace años en las plazas de pueblo - sin terminar. as cornisas de las casas modernas no son atrayentes, no tienen molduras, ni se ve la mano del maestro constructor que seguramente las componía consultando una revista ilustrada que llegaba de Europa, o que había traído de Europa hace años, cuando pisó “lamérica”.
      Los maestros constructores solían demorarse en los frentes. Hacían columnitas, angelitos, rosetas, flores de lis, adornos de yeso con los ritmos convencionales de algunas formas clásicas ( flores y hojas estilizadas ). Levantaban un hogar, una simple casa y la remataban con adornos de palacetes grecorromanos. Era la época. Luego firmaban sobre el revoque fresco encerrando las letras en un rectángulo. Había quienes ponían el nombre en metal, un metal originalmente brillante. El maestro tenía derecho, según una vieja costumbre, a firmar la casa.
También había molduras que los maestros combinaban a su antojo: el junquillo, el listel, el esgucio y la escocia, igual que la anterior. Las hay derechas e inversas. La faja, era la más común. Pensamos al maestro consultando con el dueño de casa o con la familia, un domingo por la mañana, acerca del punto que se daría a la cornisa. Esa era la coronación. El fin de la obra, de los libros, el “opus coronatus est”, el “achevé” d’imprimer”, de los libros más viejos. Seguramente también hubo aficionados a la mitología o simples nuevos ricos, que consultaban con el frentista sobre las posibilidades de colocar algunos angelitos risueños y mofletudos. Nunca podremos explicarnos qué quiso hacer el maestro que remató un salón, con la portada de un templo, una réplica en pequeño con el frente del mismo salón, pero sin las escaleras de entrada que ya en la cornisa no tenían objeto. Un adefesio.
      Volviendo a las cornisas, a sus variedades, están aquellas con la fecha en que se construyó la casa. Las hay con voladizos de tejas. Las  hay  con  “botaaguas”,
canaletas o vertederos de lata o cemento  ( cosas de un antaño en que al llover nadie andaba por las calles ). Hay una cornisa, reina de las cornisas, con la cara de una señorita sonriente rodeada de pámpanos. Las hay con torrecitas mediovales y almenas. Otras tienen madreselvas de cemento, escudos como óvulos en blanco, esferas, farolitos que no se encendieron nunca, y son onduladas, dentadas, con macetones de piedra y flores de argamasa. Y están las más humildes, las que sólo tienen una fila de ladrillos salientes, dibujando triángulos e insinuando alas ( ¡una casa con alas! ) en los grandes caserones con el frente sin revocar y verdinoso. Estas, por demás sencillas, en las noches de llovizna se saturan de humedad y tienen un brillo lúgubre. La cornisa dialoga con la noche, el agua, el aire, los cables y los espíritus del bien y del mal que se disputan a los moradores.
      Antaño los materiales eran baratos y solían tener buen dinero algunos propietarios. Entonces recargaban los altos frentes con azulejos y trocitos de cerámica vidriada. En las casas modestas se hacían molduras simples. Suelen ser curiosas las de esas viejas casas de campo o las de los pueblitos donde el albañil pretendió lucirse. Las hay con un barandal de balcón a todo lo largo de frente. Un balcón siempre desierto, donde nadie se acoda, donde nadie espera, un balcón olvidado y vacío que es por donde sueña la casa.
      Pero lo que más atrae de las cornisas son los yuyos. Esa es la media palabra del tiempo a la del maestro constructor: la semilla que llevan los pájaros, la percalina de la lluvia, las grietas del revoque que descubren la entraña de tierra de la casa por donde vuelve a porfiar la vida. Un yuyo extraño, vibrante de tan escuálido, mágico y lujoso. Porque ningún yuyo como ése, que tiene por raíz una casa, un hogar    ( en la calle Independencia, cerca del puente Lavalle, desde años vemos una cornisa con un arbolito que este verano tiene doce hojas ! ).
      A las cornisas se las observa poco. De una casa, generalmente, se miran las puertas, las ventanas, el balcón, el número, el timbre y los frisos ( otro tema ). Mirar las cornisas es señal de preciosa ociosidad, como mirar el cielo. Saludable es sentir la otra ciudad, la de los techos, la de ese mundo solitario que recibe la luz y la noche primero que nada, junto a la perfecta soledad de los pájaros y los trastos.
      La cornisa perfecta está en un barrio de esta ciudad, Villa Lidia. Tiene tres colores, tres franjas: amarilla, celeste y morada ( en ese orden, hacia arriba ). Es una alegría contra el cielo, por donde baja el silencio a la casa, dudando. ng.

Domingo 10 de agosto de 1986.






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