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Reflexión sobre mala praxis

“Tendremos que arrepentirnos
  en esta generación,
  no tanto de las malas acciones
  de la gente perversa,
  sino del pasmoso silencio de la gente buena...”

Martin Luther King

      El relato que sigue transcurrió en la ciudad de Córdoba, en mayo del año 2005.  Esta historia traerá lágrimas a los ojos de quien la lea.  Pero es importante leerla...  porque es un llamado que responde a la urgente necesidad de abrir nuestra conciencia y comenzar a ver la vida de una manera más humana y más amorosa.

      Roberto, oriundo de Jujuy, tenía treinta y cuatro años y vivía y trabajaba en Córdoba. Venía sufriendo una profunda depresión nerviosa desde hacía demasiado tiempo...
Su angustia era creciente y la tristeza y la desesperación aumentaban en él día a día. Un domingo por la noche (22 de mayo), estaba sufriendo una fuerte crisis de angustia. Su novia, Mariel, tratando de ayudarlo, llamó por teléfono al psiquiatra de Roberto. El médico no lo atendió en ese momento, diciendo que lo vería al día siguiente (lunes 23 de mayo) en su consultorio, por la tarde.
No lo vio esa noche, y decidió esperar al otro día, pese a que la madre de Roberto lo había llamado por teléfono desde Jujuy, preocupada ante la posibilidad de un suicidio, un mes antes. A este llamado el especialista había respondido que si Roberto se ponía muy mal, lo internaría.
      Pero al día siguiente ya era demasiado tarde. Roberto no pudo asistir a su cita con el psiquiatra... esa tarde Mariel estaba denunciando en la policía su desaparición.  Él ya había decidido terminar con su vida.
      Este es un llamado a la reflexión;  y en él no subyace la intención de culpar ni juzgar.  Realmente aquel suicidio fue su decisión, y nadie tiene la culpa de ello; ni siquiera él mismo, ya que el dolor que sufría en el alma parece haber sido lacerante e insoportable.
      Roberto fue un niño sano, lleno de vida y alegría; en sus juegos expresaba toda su vitalidad y energía; trepaba tan bien a los árboles, y hacía tantas piruetas en el aire, que solían llamarlo “monito”. Cuando tenía ocho años, nació su hermano menor, Ernestito, quien a los tres meses de edad empezó a manifestar problemas serios en su desarrollo.  Durante los años que siguieron, el panorama de su enfermedad empeoró. Y luego de varios viajes a centros importantes del país, hospitalizaciones y múltiples estudios médicos, se diagnosticó autismo. Durante siete años, la convivencia con Ernestito fue traumática; y a aquella edad fue internado en el Cottolengo Don Orione, en Córdoba, ya que cada día se dificultaría más la tarea de cuidarlo en casa.
      Probablemente estas experiencias marcaron profundamente a Roberto; quizás se sumaron otros hechos y experiencias de vida...  Pero lo que sabemos con certeza es que era un ser muy sensible, de personalidad compleja y mente analítica; con el tiempo fueron ensombreciéndose su alegría y aquella chispa que cautivaba a cuantas personas lo conocieran.  Al pasar los veinte años, se hacía cada vez más evidente su depresión y serios trastornos psicológicos. Completó sus estudios con un enorme esfuerzo; terminó su carrera de ingeniería, pero dos años más tarde (a la edad de treinta y cuatro), no pudo soportar más el dolor, y su depresión terminó en un suicidio.
      Luego de esta breve reseña de la vida de Roberto, sólo quisiéramos, como decíamos, reflexionar.  Reflexionar sobre lo que somos y quiénes somos.  Nos llamamos seres humanos, y este nombre que nos hemos dado, nos trae la responsabilidad de comportarnos humanitariamente.
      Sólo quisiéramos decir lo que sentimos y lo que creemos. Y hasta ahora siempre hemos entendido que las personas que dedican sus vidas a la tarea de curar y aliviar el dolor de otros seres, han elegido un camino muy lindo, pero también un camino de mucha responsabilidad. Habrá momentos en los que tendrán la vida de alguien en sus manos y deberán estar preparados para actuar allí con todo el amor y toda la dedicación que sean capaces de entregar. Al comenzar sus vidas como profesionales de la salud seguramente saben que habrá tiempos difíciles, tiempos en que alguien los necesite y tendrán que estar allí con todo su amor y su fortaleza, ya que deberán sostener a seres que serán más débiles, más desprotegidos y muchas veces, desesperados por la angustia y el dolor que traen consigo las enfermedades.
      Lo que esperamos de un médico o de cualquier otro profesional de la salud, no es sólo poder hacer una consulta en una clínica u hospital, y recibir un tratamiento o medicamento.  Quizás todos, en nuestro corazón, esperamos y hasta anhelamos mucho más que eso; ya que al acceder solamente a consultas y medicación, nos transformamos en pacientes numerados y nada más. En realidad esperamos amor, y la fortaleza de un profesional que tendrá que sostenernos y contenernos cuando nuestro espíritu esté quebrado y nuestra vida esté en riesgo.
      No es fácil decir esto... sería más fácil callarnos y dedicarnos a seguir con nuestras vidas, dedicando toda nuestra energía a superar el dolor de la pérdida de Roberto. Pero no podemos hacerlo, en este mundo tan convulsionado y muchas veces tan despiadado, no deberíamos callarnos toda vez que sintamos la necesidad de decir algo.  Ya que sólo reflexionando podremos aprender de nuestros errores y finalmente construir un mundo más cálido y más humano.
      Ya es tarde para Roberto... Nuestro hijo, nuestro hermano, nuestro compañero, era un ser maravilloso, extremadamente sensible y profundo.  Es tarde para ayudarlo, pero no es tarde para aprender el mensaje que nos dejó con su muerte...  nos dijo que muchas veces este mundo es demasiado frío e indiferente.
      No somos médicos y ninguno de nosotros está dedicado a la salud.  Desde ese punto de vista, no tendríamos autoridad para hablar... Pero como seres humanos que hemos vivido experiencias fuertes y desoladoras, estamos en condiciones de decirle al mundo, que la humanidad necesita profesionales especiales en el área de la salud y los cuidados del ser.  Quien elija esta tarea debe saber que además de poner en juego todos sus conocimientos a la hora de atender a un paciente, deberá darle amor, y necesitará compromiso y fortaleza para contenerlo y sostenerlo sobre todo cuando su alma esté herida.  Este es un pedido que hacemos a todas aquellas personas dedicadas al cuidado de los enfermos, o que trabajarán en esto algún día.  Les pedimos amor, no por los seres que no pudieron soportar este mundo por su frialdad e indiferencia, ellos ya se fueron y no podemos hacer nada.  Nuestro pedido es por los que vendrán.*

*La familia de Roberto

 

Corazón y alma

      â€œEncontré un trabajo médico en el Manhattan State Hospital, que también es un sitio horrible.  En aquella época, yo no sabía gran cosa de psiquiatría y me sentía muy sola, miserable y desgraciada. Además yo no quería hacer desgraciado a mi marido, así que me dediqué completamente a mis enfermos y me identifiqué con su soledad, su desgracia y su desesperación.
Poco a poco ellos empezaron a confiar en mí y a comunicarme sus sentimientos, y de pronto comprendí que no estaba sola con mis miserias.  Durante dos años lo único que hice fue vivir y trabajar con estos enfermos.  Para compartir su soledad celebraba con ellos todas sus fiestas, ya fueran Yom Kippur, Navidad, Hannukkan o Pascua.
      Como os decía, sabía poco de psiquiatría, y particularmente de psiquiatría teórica, que en mi posición tenía que conocer.
      A causa de mis insuficientes conocimientos lingüísticos, tenía dificultades para comunicarme con mis enfermos, pero nos amábamos mucho.  Sí, verdaderamente, nos amábamos mucho. Al cabo de dos años, el noventa y cuatro por ciento de estos enfermos pudo abandonar el hospital y defenderse en Nueva York, y desde entonces muchos de ellos trabajan y asumen todas sus responsabilidades. Debo deciros que todos estaban condenados como “esquizofrénicos irrecuperables”.
      Intento explicaros que el saber es útil, sin duda, pero que el conocimiento solo no ayudará a nadie.  Si no utilizáis, además de la cabeza, vuestro corazón y vuestra alma, no ayudaréis a nadie.  Fueron estos enfermos mentales, al principio sin esperanza, los que me enseñaron esta verdad.”
(Elisabeth Kübler-Ross.  La muerte: un amanecer.  Pág. 49).






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